¿Le llegará a crecer el cuero duro al joven (viejo) kirchnerista que ansía ver la política desde adentro? Digo, ese cuero duro que crece a contrapelo de la amenaza emocional de la depresión que asoma ante todo grande finale, que como sabemos, en política carece de aplauso. Creo, joven kirchnerista, que si te pusiste en juego, el cuero te va a crecer; y los que no (los que creen), se irán a casa y rumiarán maledicencias al ritmo de un zapping lento. Es esa escena de Los Amantes Regulares: el humo parisino de mayo se empieza a disipar, y el joven vuelve triste al hogar de la familia burguesa, se saca los zapatos y los revolea, se tira en el sillón y le dice a mamá “los obreros levantaron la huelga”, cara de orto y después de un silencio largo, el comeback: “¿no me hacés algo de comer?”.
¿Quién tiene que entender a quién? Hemos de llegar a un páramo de la discusión política: aquel que elude debatir lo mucho de conceptual que hay en las formas elegidas para realizar la política. Cosa que requiere de fuertes lecturas circunstanciales, a medida que los hechos van sucediendo: si así no fuera, todos seríamos politólogos o curadores políticos y no existiría el político profesional, ese artesano del rastreo que se parece a la descripción eléctrica que Sarmiento hace en el Facundo. Me van a comprender a mí en la proporción en que yo comprenda el terreno que piso, el caprichoso no tiene lugar en esta historia, el que se calienta pierde, el que se deprime se aleja, el que canta “traición” con dos cuatro de copas es llorón, el que se babea con “el relato” de impacto diferido le habla a una pared. Y sí, la mayoría de los días que se gastan en la política se parecen más a todo esto que a la mención almibarada de “un proyecto nacional”. Y crece el cuero.
Un día me encontré con que ese vestidito ajustado que tan bien le iba al kirchnerismo (ese terciopelo rudo llamado torcuatoditellismo, esa teoría política realista clivada en derecha republicana e izquierda populista que vaciaba sus aguas en el cauce yermo que se llenaba con la revista Debate) quiso probarse como fukuyamiano fin de la historia que explicaría todos los desplazamientos políticos que sucedieran mientras el kirchnerismo fuera gobierno. En todo caso, aquello era la morfina argumental que pedía una etapa del kirchnerismo, el albertismo nacarado que en realidad siempre fue una idea original de Kirchner, y que como todo en política, fue bueno mientras duró. Para el peronismo, eso significó barrer debajo de la alfombra cuestiones políticas y operativas de las cuales el autodenominado aporte superador de la transversalidad nunca se iba a ocupar, por simples razones de cosmovisión política que no tardaron en quedar a la vista. Es decir: la decisión política de poner a fulana de tal a cargo del ministerio de acción social es una decisión de idiosincrasia, y esto se enlaza a una idea del peronismo que debería ir más allá del concepto estanco de ideología del poder o partido del orden.
La idea de un peronismo progresista, a la larga, se indisponía con las prácticas concretas que llevarían a su concreción, por la falta de cadencia para oxigenar una idiosincrasia que no es ni siquiera racial, pero que vuelve a enlazar la cuestión con una idea del peronismo que debe ser respetada, porque ahí todavía hay una llama mortecina que no se quiere apagar.
La política no cambió tanto en estos años de aridez democrática como para hacer una denegación fúnebre de la incidencia de las estructuras partidarias en la vida política, sobre todo cuando las tan declamadas nuevas formas de organización sólo están presentes con su ausencia. La permanente obturación de este aspecto de la cuestión es una constante que opaca los rasgos más interesantes de la producción política que el kirchnerismo le agregó al peronismo. En la prolongación de este modo de pensar la política donde el peronismo es completo pasado teórico, lo que fluye paradójicamente es un amargo musgo antipolítico dónde sólo pueden ser aceptadas las ideas kirchneristas deslizadas desde la cúspide estatal como si se tratara de una entrega postal. De allí surgen sensaciones menos concluyentes pero fatalmente pasionales: la idea de la imprescindibilidad de Kirchner para que “el peronismo valga la pena” es, desde el punto de vista social, de un egoísmo político alarmante que incluso torpedea la defensa discursiva y fáctica de todos los logros que este gobierno supo conquistar para la sociedad. Profetizar un dejavu neoliberal en 2011 es una idea que enflaquece la comprensión real de la marcha del país desde 2003 hasta acá, y que además no tiene amplificación popular a la hora de medir su eficacia electoral, porque también en parte ese pueblo capitalista tiene resguardado en su corazón doméstico aquel imaginario esculpido por el consenso menemista. Y porque además, en un proceso político no se vuelve a nada.
La idea de pensar una sustancialidad política del peronismo, no remite (como piensa el kirchnerismo intelectual cuando elude hablar de peronismo más allá de las decisiones político-estatales de Néstor) a una reposición doctrinarista desde las comarcas oscuras de la ortodoxia o de la derecha peronista. Se trata de esforzarse en una lectura más compleja y dinámica del porvenir peronista, que se resumiría en una frase como esta: de ganar Kirchner en el 2011, deberá gobernar en esos cuatro años de una manera bastante diferente a la que lo viene haciendo. Si pensar alineamientos partidarios, alianzas electorales, armados territoriales o colectoras suicidas no formaran parte de una esencialidad equiparable a la gestión estatal, la política sería un jardín de ideas silvestres custodiadas por la gendarmería de las convicciones. Un jardín que ningún político podría pisar.