domingo, 28 de septiembre de 2014

Ellos no usan smoking



El aprendizaje político de Lula maduró cuando las derrotas electorales eran el santo y seña de una carencia: con el partido sindical no alcanzaba. El PT se transforma en un partido político cuando se corre hacia el centro: atenúa su vínculo originario con los movimientos sociales, coopta dirigentes y partidos a la centroizquierda atomizada que le hacía perder elecciones (la incorporación de Dilma es fruto de este proceso) y arma una coalición con partidos que antes estaban fuera de la órbita operativa de la izquierda brasileña (la vieja guardia partidaria nacida con el posgetulismo).

Después de una década de hegemonía, el PT mantiene niveles de adhesión significativos. Pero ya pasado el pico distributivo, parece haber una sensación: que Rousseff no puede ofrecer cuatro años mejores a los cuatro discretos que se terminan este año. La canción ingrata de la clase media lulista.

La aparición casi fortuita de Marina Silva parece capitalizar parte de esa sensación, pero también puede ser la expresión del reencuentro con una idiosincrasia política añorada, algo inasible (y acaso mítico) que también juega un papel a la hora de votar. Sería más fácil sesgar el análisis y decir que Maria Osmarina Silva es el caballo de troya del establishment brasileño, pero las cosas parecen menos lineales.

Negra, analfabeta, mucama, campesina. Marina también es una hija del Brasil. Se forma políticamente con Chico Mendes y con él fundan la CUT y el PT en su pueblo, y hace la carrera política en el partido. Marina es un cuadro político (lo que implica beber de las aguas imprevistas del carisma) y en ese sentido lo es más que Dilma. Y es también la expresión de una anomalía (similar a lo que fue Lula), de una filtración en una clase política brasileña muy elitista y profesionalizada.

La idea del “engaño ideológico” de Silva al electorado estaría mediada entonces por una pregunta previa: ¿sabemos qué está buscando el votante brasileño en esta elección?

En los actos de campaña, Marina Silva no solo no critica a Lula (sí a Dilma), sino que lo enmarca sutilmente en una historia común, y casi en un giro gracioso lo evoca como el marido que abandona la casa conyugal. Marina parece pendular: a izquierda hace guiños de autenticidad que evidentemente molestan al petismo y a derecha (porque como opositora electoral, su eje de disputa de votos es con el PSDB) despliega ortodoxia económica.

Sin embargo, su veta a la vez ambientalista, progresista, evangélica y honestista tornan difícil determinar sobre que nichos sociales permea su candidatura; es evidente que en términos de “programa político” su discurso es bastante contradictorio, y esta debilidad puede terminar inclinando la balanza hacia Dilma. Pero también es cierto que ningún votante elige estrictamente un programa político cuando entra al cuarto oscuro.

Más allá del resultado, lo cierto es que el overshooting electoral de Marina Silva (que tenderá a caer y estabilizarse en 1º vuelta) es la representación de que a Dilma y el PT les está faltando lulismo.

Para Argentina sea Dilma o Marina, no cambia nada. El Mercosur está frizado y la bilateral comercial tiene exportaciones cayendo desde 2011. Cuando Marina culpa a la Argentina por el estancamiento comercial, en realidad dice aquello que Dilma sottovocea. Uno de los asesores económicos senior de Lula-Dilma, el heterodoxo Luiz Gonzaga Belluzzo (el otro es Antonio Delfim Netto, ministro de la dictadura) dice que el problema es la escasez de dólares de Argentina.

Como decíamos hace un tiempo atrás, la relación con Brasil necesita de una postura más activa y agresiva del gobierno argentino. Sea con Dilma o Marina, Brasil va a explorar planes B (BRICs, UE, AP, EEUU) que sean acordes a su economía de escala, que obviamente, no es la de Argentina.

En ese sentido, y más allá de la interdependencia estratégica que se necesita con Brasil, Argentina tiene que explorar y explotar su finita ventana de oportunidad para materializar instancias de desarrollo, y eso implica una política comercial activa con economías dentro de escala (África, los emergentes asiáticos medianos, India).


Que en el plano regional la cooperación entre los países se asiente cada vez más en organismos como Unasur y Celac para coincidir en declaraciones políticas y se innove poco en la dinámica comercial de Mercosur (de ahí la ventaja relativa que sacó la AP), es tal vez el síntoma de un cambio en el proceso económico regional que se va imponiendo más allá de las rupturas o continuidades políticas que se produzcan en los gobiernos de Brasil, Argentina y el resto de la región, y donde la integración tendrá que avanzar más allá de las diferencias políticas: la economía así lo va a reclamar.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

La mano invisible del Estado


Fuera del malabarismo monetario del BCRA, no se ven “esfuerzos” del Estado en el manejo de la economía que permitan pensar, de manera viable, en un modelo económico “más allá de 2015” desde el oficialismo en una faz estrictamente continuista como la que predican, al menos implícitamente, todos los precandidatos efepeveístas.

Por coyuntura, pero también por decisiones políticas, Cristina avala un rumbo económico que se indispone con el “trayecto” que piensa para sí el partido del orden, y por lo tanto, que también se indispone con la zona social donde gravitaría una representación mayoritaria luego del 2015.

La paradoja: el kirchnerismo “maneja” la economía hoy pero se excluye del debate por la economía que viene, justo cuando esta última es la que genera la construcción de expectativas políticas en la población.

Quizás no sea tan llamativo que el kirchnerismo se excluya de la “promesa neodesarrollista” que aparece en el horizonte del 2016 como una zona más ambigua donde los presidenciables van a expresar la disputa entre “heterodoxias” más o menos eficaces (Frondizi como significante vacío) y no tanto la batalla final entre un modelo distribucionista y una regresión neoliberal, si entendemos que la política económica que aplica y avala Cristina (y por lo tanto el fpv como partido de gobierno) es conceptualmente contraria a aquella “promesa”.

En este sentido, la actual conducción económica del gobierno expresa una histórica impugnación conceptual a la macro neodesarrollista, lo cual explica gran parte de las medidas económicas que se vienen tomando desde 2010-2011 y que terminaron por autogenerar un escenario de restricción externa totalmente incompatible con la expertise económica del partido del orden.  

La histórica predilección de Kicillof por el tipo de cambio real bajo (un punto de partida que en las economías subdesarrolladas no deja margen para el crecimiento acelerado inicial que se necesita para robustecer la macro y poder “derramar” y distribuir con cierta estabilidad) expresa una cierta visión conservadora de la capacidad expansiva de la producción, de la capacidad estatal para “transferir” PBI a exportaciones e inversión (dólares) y por lo tanto, de la capacidad “política” para controlar la demanda interna.

El desinterés por gestar políticas que trabajen sobre esas variables quizás explique también por qué el equipo económico de Cristina considera que la puja distributiva es una constante irresoluble que no merece atención política ni aun en el actual tramo inercial del ciclo inflacionario. En un plano más político, quizás también explique por qué el kirchnerismo se quedó sin alianzas sindicales que fueron constitutivas para “manejar los tiempos” de la distribución en el 2003.

Hay otras creencias del equipo económico del fpv que contribuyen a la realidad recesiva: desconfiar de la incidencia del tipo de cambio real alto en las elasticidades del comercio exterior, desvincular demanda e inflación (promover el siga-siga al costo de la restricción externa, con mayores costos que beneficios en el poder de consumo y sin un cálculo político certero, ya que la elección de 2013 la perdiste igual), sobrevaluar la incidencia de las retenciones en el desacople “antiinflacionario” del precio internacional de los commodities, y considerar que el mercado interno se autosustenta sin elementos externos (sin dólares), una visión que, sí, funcionaba en los ´50 y ´60.

Se tratan de demasiadas variables reales desechadas en favor de una planificación estatal vía micro-cambios múltiples que “compensarían” la apreciación cambiaria real y su inherente crecimiento bajo como vía hacia la industrialización, pero que el gobierno ni siquiera implementó embrionariamente, básicamente porque se “muerde la cola” con el tipo de cambio bajo que Kicillof prefiere.

Además, la teoría de la planificación estatal implica un Estado virtuoso y sin fondo que financia todo aquello que el sector privado abandona, en vez de asumir una mirada más realista que contemple las propias limitaciones financieras del Estado y una intervención directiva más panorámica que pueda “anticipar la jugada” en el mercado, ante la virulencia rentista de los empresarios.

En la promesa neodesarrollista de los presidenciables habita, aun con las limitaciones del caso, una discusión más concreta de la relación entre el Estado y la economía, que requiere de una conducción política que arme una concertación sindical mucho más profunda que un mero pacto social: el próximo presidente deberá generar una alianza política que refleje el corte transversal que existe dentro de la dirigencia sindical peronista en favor de una generación intermedia que llega a la conducción de los sindicatos con una nueva agenda que supera largamente la simple negociación de una paritaria.

Las garantías distribucionistas ya no se colman con el % de una paritaria ni con la guita que pone el Estado por las asignaciones directas. El statu quo sindical que banca la recidiva cristinista ya expresa problemas de lectura política (Smata pidiendo palo para los troscos por su propia defección basista) que el próximo presidente deberá reconducir.

Aún cuando invoque una “agenda de desarrollo”, Scioli está inmerso en una continuidad subordinada al tempo económico axelista que sufre toda candidatura efepeveísta. Pero además su propio proyecto naranja basado en la minería para todos (sin una Codelco que le otorgue viabilidad al proyecto) tiene una tendencia reprimarizadora que choca contra la lógica desarrollista y no sutura la absorción de empleo que reclama el mercado interno.

Así es como Massa aparece tensionando en ese rubro con el oficialismo, por las señales que envía con su equipo económico en favor del tipo de cambio real alto por un lado, y la renovación sindical por el otro.

Macri podría sumarse al lote si dota a su ponderación frondicista de ciertas posturas concretas; de Massa lo separa una línea clara, que es la misma que separó a Lavagna de Prat Gay en 2003: Macri parece más partidario de metas de inflación rígidas con tipo de cambio libre (es decir, bajo y desenganchado del mercado interno) mientras que Massa va a unas metas flexibles de inflación con tipo de cambio administrado. En el fpv parece claro que sea Scioli o no, se prefiere un tipo de cambio bajo y atrasado que se “corregiría” con planificación estatal y alta dominancia fiscal, bajo una creencia errada (y comprobada en estos años que llevaron a la restricción externa y la recesión con alta inflación): que el voluntarismo en la micro modifica el comportamiento de la macro.


En  un punto, esta discusión de “heterodoxias” está subordinada a una necesidad estrictamente política: saber cuál de estas propuestas, técnicamente, combina mejor los mayores ratios entre crecimiento económico y años de estabilidad, teniendo en cuenta que ya no habrá expansiones de PBI, empleo y distribución tan rápidas como las de 2002-2003.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

El lobo herbívoro del hombre


De los estados líquidos a los gaseosos: la intervención federal del kirchnerismo sobre la seguridad pública tuvo distintas etapas de contradicción operativa, con tendencia declinante en la percepción política del problema: el frustrado megaplan de Gustavo Béliz para crear un fbi argento, el longevo acuerdo Kirchner-Valleca para la pax policial en la protesta social, el nildismo de cuadernillos pedagógicos y purga rotativa superestructural, la autogestión ministerial de Berni.

En cada fase una certeza: el progresivo abandono intelectual que hace el PEN de una mirada política integral del problema, la renuncia a un decisionismo federal que marcara líneas rectoras a las jurisdicciones provinciales, en vez de desligar funciones.

Esa languidez decisionista tuvo su continuidad retórica en un discurso sin votos que trató de “explicar el problema” a través de Stuart Hall y la gilada de los estudios culturales y centró el foco en la “densidad mediática” de la sensación de inseguridad, o lo que Zaffaroni llama “las campañas de ley  y orden”; todo ello para sortear cualquier lectura sobre la “naturaleza represiva” (y también punitiva) que debía estar presente en una política de seguridad pública. En este sentido, llama la atención que el kirchnerismo apele al discurso antiestatista (antipolítico) de Zaffaroni, teniendo a mano la potabilidad del progresismo práctico de Alberto Binder, lo cual reafirma las dificultades del oficialismo para situarse conceptualmente frente al tema.

El aumento real del delito violento en la PBA, la falta de directivas políticas propias de Cristina en el rubro (y la discontinuidad de políticas eficaces como el Operativo Centinela) junto con la declinación del “dialecto kirchnerista” frente a los hechos de la inminencia sucesoria, abrió la grieta de la autoconservación: Kunkel y la ley antipiquete, MI y la baja de imputabilidad, Berni y las deportaciones.

Estos gestos revelan algo positivo: se termina el tabú de un debate que excluía del análisis (o relativizaba de modo inconducente) la atribución represiva y punitiva del Estado a la hora de conformar políticas de seguridad pública. Pero a la vez, dejan expuesto, de modo muy negativo, la mediocridad y orfandad conceptual de planteos que, “corridos” por el sentido común, “corren” el riesgo de desembocar en respuestas políticas de dudosa eficacia.

En el caso de Berni y los extranjeros que delinquen, lo cuestionable no pasa por la estigmatización moral, sino por una lectura que desde lo práctico-político resulta inadecuada en la medida que no hay una vinculación lineal entre extranjería y choreo, aun cuando existan asociaciones ilícitas que vienen al país a cometer delitos. En ese sentido, la deportación es un instrumento marginal del sistema sancionatorio pero que Berni evoca como si la linealidad extranjero-delito fuera más amplia y gravitante en la inseguridad y por lo tanto, un eje de cierta centralidad a la hora de tramar la política de seguridad pública.

Existe una distancia considerable entre el hacedorismo apasionado de Berni y una gestión federal de seguridad. A falta de conducción política que lo encuadre “gestivamente”, Berni se autogobierna, encara con ímpetu wagneriano la historia mínima de la “reducción de daños”, eso que queda en la mesa de saldos del poder kirchnerista a un año y medio de la salida, y en un área donde el gobierno exhibió más deficits que virtudes. Allí radica la confusión: en pensar que justo donde Berni no puede mostrar una gestión (gobernanza), podría haber material intelectual o agenda futura para la elaboración de una política de seguridad.

Por eso me parece un error que Massa, o cualquier presidenciable, tomen la vinculación lineal extranjero-delito para definir alguna posición sobre la inseguridad, más allá de su productividad tacticista para la acumulación electoral y para explotar las contradicciones del FPV; pero también se tiene que acumular representación, y para ello es necesario que ahí donde el “municipalismo” trazó una política propia contra la inseguridad y donde ser “el primer mostrador del Estado” permitió hacer una diagnosis correcta que galvanizó la legitimidad política de los intendentes frente a la deserción de otras jurisdicciones estatales, también se haga una lectura política “adelantada” al sentido común para definir la respuesta frente a un aspecto tan puntual como la relación extranjería-delito. Sentido común para diagnosticar, pero no siempre para proponer.


Hay que transitar con cuidado los seis grados de separación entre los dos (¿tres?) cordones: ese trayecto policlasista en donde todo ciudadano argentino dice con picardía “yo tengo un amigo extranjero” que roba, que me “licita” el oficio, que me saca el laburo. Son canciones que cada día suenan más, que uno escucha en silencio porque “comprende”, porque la inseguridad y el miedo a perder el trabajo son hechos concretos. Pero el gran desafío del político, de la representación, no es reproducir ese testimonio árido del sentido común, sino transformarlo en política.