lunes, 28 de septiembre de 2009

Eran los Padres (Veracruz)

Una más, y no jodemos más con la ley de medios. No jodemos más porque la luz de la marquesina jode, encandila, satura, arranca fastidios, estimula al resoplido. Las mayorías cambian de canal, ponemos TCM y miramos Veracruz, nos hundimos en ese triángulo de la necesidad que cincelan Burt Lancaster, Gary Cooper y Sarita Montiel. Y está bien, porque lo groso ya está, los mozos de las pizzerías dejan de laburar y se paran a ver el fútbol sin codificar.

Tranquilo papi, que Ramón Saadi te vota la ley sin discurso bíblico, aunque esa escena sea tan poco decó para los que quieren que esto sea un hito de la democracia y entonces ensalzan el comprometido voto principista de Giustiniani: los dos valen uno, y nadie se tiene que poner de rodillas salvo que se trate de practicar una felación.

Son cada vez menos los que miran canales de noticias en estos días y cada vez menos los que leen solicitadas y gacetillas de apoyo; la endogamia es un lecho cálido hasta para quienes declaman vilipendiarla, y la queja áspera de la calle es tiesa: me tienen las pelotas llenas con la ley de medios. Como si no hubiera urgencias vastas de las que ocuparse, es el predicado fogoso de la casa suburbana. Miramos Veracruz, y nos relajamos.

Lo dicho: ni le irán a llevar lágrimas y flores al clarín sepulto, ni habrá renovados vítores reconquistados en plaza de mayo. Si hay una conciencia general de la desmesura monopólica del sector, digamos que la afiebrada excitación originada en ello sólo corresponde a una minoría que lo pasa a visualizar como lucha política “de clases” de la escuela primaria; y en un más acotado vestíbulo conversan los que van a comer, y del otro lado de la pared están los futuros racionados, como suele suceder.

Se trataría de saber si el kirchnerismo le va a cumplir todos los deseos a un imaginario político restringido pero sediento que asentó identidades a partir de marzo de 2008: en esos días el kirchnerismo comenzaba a sacrificar una mayoría. Si la agenda política venidera pasa a ser el sueño húmedo que anida en el cartaabiertismo y La Cámpora (una recorrida completa por el espinel de los altruismos étereos de un marketing político), va a haber que ir reservando mesa y pedir una cerveza helada en una solitaria y polvorienta taberna (que se va a ir llenando) en El Paso, mirar la ruta, y esperar.

Lo que al menemismo terminó pasándole “por derecha”, al kirchnerismo le podría pasar “por izquierda”: el crepúsculo de la jornada suele traer la misma brisa en ambos casos. Por eso, lo peor para los habitantes de la Nación es que dentro de dos años veamos la película Kirchner-Cobos-Macri en el parnaso electoral. Película que filma cierto kirchnerismo talibán mientras se frota las manos y vela por los contratos, acaso desconociendo qué tan fatal es en política es forzar situaciones. ¿Le interesará comprender a Kirchner que si él no se derechiza, por lo menos debe dejar venir al peronismo de derecha que requiere la víspera? Hmm, difícil. Y simple: derechizarse para sostener una mortecina pero verdadera representación real de masas de acá al 2011; para que los daños no sean algo más que colaterales (lo que desvela las noches de la Negra, el Cardenal, y espero, el Hugo).

En esta esquinita arenosa de Lomas, una mujer a la que los años divorciaron de la laborabilidad me explicaba la cosa: eran días preelectorales y ella lo sabía escasamente porque los vaivenes de la informalidad habían dejado a sus dos chicos sin laburo con pocas horas de diferencia, después de algunos años sin sobresaltos (estabilidad en negro levemente por debajo del mínimo vital y móvil). Los chicos son, obviamente, el sostén: a mí el señor Kirchner me cae bien, pero no lo puedo votar.

Evidentemente, las circunstancias la obligaron a votar a De Narváez, aunque ella no cultivaba el entusiasmo por la opción, así fue que sostuvo un voto racional y responsable por el Colorado, sin dejarse llevar por el relato (“en marzo del 2008 empezó la distribución del ingreso, y entonces…”). Y la mujer me dijo: “Los Kirchner están a la derecha de los Duhalde en lo que es subsidios, planes y ayuda social. Tienen que cambiar eso, y hablarle mejor a la gente. A la gente nadie le habla. ” Era una esquina soleada, y había que derechizarse políticamente para correrse socialmente a la izquierda, me decía esa mujer rota.

Entre los discursos menos pudientes que pivotean alrededor del aval a la ley de medios figura el que sólo atina a decir que hay que cambiarla porque es una ley de la dictadura. Bien. Y hablando de leyes de la dictadura, digamos que hay muchas que parecen no invitar a la ansiedad reformadora a pesar de tener una centralidad política clave. Se entiende que el establishment conservador no quiera oír, y es comprensible que la progresía delire con la Barrick y el arco iris, y es enternecedor que el kirchnerismo talibán vaya por la batalla mediática y algunas estatizaciones insólitas, pero que ninguno coloque la oreja en el suelo. La primera ley de la dictadura que merece una épica es la Ley de Contrato de Trabajo: esa sería una madre de batallas atendible. Restituir esa obra monumental del derecho popular que talló con obsesiva paciencia Norberto Centeno y que transformó en ley medular de los trabajadores el gobierno de Isabel en la primavera del ´74. La ley Centeno fue dinamitada por la dictadura en mayo del ´76 (la ley de radiodifusión la dictaron recién en 1980 ¿se entienden las urgencias?), y su autor desaparecido un año después (Centeno, Smith…Walsh se dio cuenta tarde cuál era el objetivo clave de la represión dictatorial y al que ellos fueron funcionales, pero se dio cuenta.).

La ley vertebral del trabajador argentino es una ley de la dictadura, que se esconde bajo el eufemismo “texto ordenado por decreto 390/76” y es perversamente nombrada con el número de la ley originaria: 20744, como si todavía fuera la de Centeno, la que dictó Isabel. ¿Sabrá todo esto la minoría que reina, el cartaabiertismo y los neocamporismos berretongos que imperan en las alturas? Alfonsín, Menem, y De La Rúa terminaron de liquidarla a base de “imperativas reformas”; la sangría paró en 2002, pero nadie parece tener urgencias por restituir. En seis años de correcta política laboral kirchnerista, sólo un artículo restituido. Demasiado poco. Erráticamente, se privilegiaron otras calenturas, y una grotesca paradoja kirchnerista podría ser que no quede ninguna nueva legislación laboral después de 2011, pero sí haya una ley de medios, una ley de despenalización de consumo de drogas, una ley de matrimonio gay, una ley de protección de glaciares, una ley de audiencias públicas, una ley de transparencia en los actos de gobierno, una ley de participación ciudadana, una ley de entidades financieras…

¿El nuevo parlamento tratará la nueva ley de contrato de trabajo, que ya existe y es vieja y nueva, porque ya tiene 35 años de desuso? ¿Hay alguien además de Recalde (espero que la compañera Rucci desde diciembre) que hable de este tema? ¿Habrá tanto jacobinismo minorista (talibanes, vietnamitas) en desaforado apoyo a esa ley, como hoy lo hacen admirablemente con la ley de medios? Ojalá, pero las pasiones emanan de una idiosincrasia.

Caminamos por la ruta y el sol nos sigue pegando en la espalda, la nuca se nos pone colorada. La taberna ya se avizora, nos espera una cerveza bien helada, el vaso opacado por el polvo del desierto.

martes, 22 de septiembre de 2009

La Oficina de Claudia Bello

“¿Por qué fue posible hacer una sátira política del menemismo y ahora resulta ineficaz artísticamente hacer una del kirchnerismo? Esa es la gran pregunta para los políticos e intelectuales que se la pasan pensando el país.”

Andrea Del Boca, actriz del Régimen.


En una pieza acá al lado, una familia hacinada está mirando la vida de los otros. Una familia mixta (civilizada y bárbara) debió reducirse a un cuarto resquebrajado por goteras y humedades, y a dormir por tandas por estrictas razones adquisitivas: una tarde lluviosa, 24 de marzo de 1989, en la que lo único evocable era la llaga social hiperinflacionaria y no los acotados espectros de céntricas siluetas.

Alguien debería escribir de qué magnitud es la pulverización del costumbrismo socio-económico popular que deja a su paso el tornado inflacionario para entender luego la lógica de los requerimientos sociales posteriores: el Pueblo es primero que nadie (que ninguna facción fachista, por ejemplo) quién solicita un Orden porque es el primero en acercarse a sus sufrimientos y urgencias reales, y no lo suele expresar en estentóreas declaraciones de principios leídas en organizados mitines, sino en hechos.

López Rega no se tuvo que ir por los fiambres de la triple a, sino por promover el rodrigazo: la multitud de julio del ´75 era la misma que venía pidiendo leña para la ya consolidada patrulla montoerpiana al gobierno de Isabel. En la zafra tucumana también se pedía trabajo, pan y paz. El decreto de aniquilación se empezó a analizar en otro tiempo y en otros salones de la tertulia política, en lugares asépticos adonde ningún conscripto del operativo independencia fue llamado a testimoniar: yo estoy con Pasolini. ¿Cuántas cosas hay que esa gran novela francesa de la neurosis no nos cuenta?

Alfonsín no se tuvo que ir por el punto final y la obediencia debida o por la puesta en escena de La Tablada, sino por la hiperinflación, por mirar la economía y el subsuelo por detrás de un vidrio oscuro.

La satanización del barroco menemista (versace, convertibilidad y poder adquisitvo) fue algo más que eso, y por tanto son hoy las mismas voces y argumentos los que se alzan a fiscalizar con el redentorio moralismo de siempre. Los politólogos y sociólogos que estudiaron y se graduaron durante la década democrática de los noventa deberían ser fervientes menemistas.

Prefirieron cultivar la obsesión fogosa con el menemismo. Lo compararon con la dictadura, hablaron de un “genocidio económico”, hicieron del “neoliberalismo” un drama ibseniano revisitado hasta el empalagamiento, endilgaron “la maldita derechización” de la sociedad a irreparables acciones dictatoriales, desarrollaron una industria discursiva de la frustración, le cantaron un “no va más” a los comportamientos electorales del pueblo: lo degradaron porque votaba constantemente a Menem, y no hicieron mayores indagaciones que pudieran acarrear acaso el riesgo de abandonar esa habitación retórica en la que se proyectaba el arco iris embalsamado de un lejano veinticinco de mayo.

Detrás de esta tempestad enunciativa con clivajes político-moralistas, el progresismo intelectual (universitario, académico) buscó negar la compleja mutación de la trama de dolencias y horizontes populares que se homologaban en el voto a Menem. Pero la fanfarria anti-neoliberal contribuyó también a ocultar una situación evidente: que todo ese progresismo universitario hizo un aprovechamiento concreto y vital de las políticas culturales y económicas establecidas por el peronismo menemista. Fueron colosales los beneficios obtenidos por planteles educativos, culturales, políticos y periodísticos de idiosincrasia progresista durante “los trágicos años del despojo neoliberal”. Una recua de sociólogos, politólogos, cuentistas sociales y de la educación, filósofos y licenciados que construyeron carreras y bibliografías en base a becas, pasantías, masterizaciones, programas de investigación y ponencias enteramente financiadas por el Banco Mundial y el FMI, pero que esquizofrénicamente decidieron agradecer los logros menemistas elaborando el relato cultural que además de demonizar al menemismo, declaraba “culpable” al peronismo real de la época y lo quería condenar (vaya novedad) a reclusión perpetua. Esto comprueba, además, que no es sólo la clase media conservadora la que se indispone con el peronismo. Menem era progresista pero sus hijos no querían admitirlo: durante aquellos años le fue bien a gente que no era de derecha.

Esa intelligentzia de izquierda forjada e instituida bajo incentivo menemista pero que públicamente adoptó los ropajes del visceral rechazo ideológico a la mano que le dio de comer fue el preludio cultural de una generación política que comenzó a impugnar las ideologías y las formas de construcción política de los partidos tradicionales, reclamando desde sede periodística y desde neopartidismos de derecha e izquierda que no sobrepasaban el sello de goma, la “imperiosa renovación de las formas de hacer política”. Esta fue una abstracción declamada hasta el hartazgo que en un sentido práctico ignoraba que en política ya está todo inventado.

Menem fue progresista, y designó una mujer kirchnerista para fijar los contenidos pedagógico-curriculares de la educación estatal fraguados en la usina de flacso. La compañera Susana Decibe debió ser la ministra de educación del kirchnerismo, y Filmus lo sabe: hubiera sido un acto de justicia política.

Del reclamo popular docente de la Carpa Blanca suelo recordar la amable cobertura mediática (Canal 13 era una ternura, faltó que Santo Biasatti se calzara el guardapolvo y comenzara a ayunar), tan amable como la que tuvo el reclamo agrario. Y suelo recordar que la Carpa Blanca fue automáticamente levantada cuando la coalición de centroizquierda encabezada por Fernando De la Rúa asumió el poder presidencial (pero a nadie se le ocurrió pensar en “el obstruccionismo gremial docente contra el gobierno constitucional del doctor Menem”, como sí se pensó el reclamo sindical peronista al gobierno de Alfonsín.)

Menem fue progresista y permitió gestar el mejor Consejo Nacional de la Mujer de la democracia, conducido por las mejores compañeras del peronismo de izquierda; desde allí se parió la ley de cupo y concretas políticas de género por fuera de la endogamia del claustro. Hoy, en pleno kirchnerismo, el Consejo es un triste ornamento administrativo.

Menem fue progresista y le dio laburo a los más rutilantes montos. Los educó en el trabajo administrativo del Estado que no quisieron hacer veinte años antes, y uno podía verlos deambular por la secretaría de la función pública con carpetitas y memos en la mano, domesticados y serviciales, ya eran adultos, tenían hijos y responsabilidades, había que para la olla y Menem no era de dejar a los cumpas a gamba.

No es casual que el relato anti-neoliberal haya consagrado la iconografía de Cavallo enviando a los cráneos del conicet a realizar actividades domésticas, cuando por otro lado la gestión menemista inyectaba programas de investigación (sobre todo en el área ciencias sociales) a cagarse, con “el dinero sucio de los organismos multilaterales de crédito” para jolgorio de la academia progre que viajó por el mundo gracias al festival de becas, pero que en suelo patrio se indignaban por “la exclusión social” y “la fragmentación del tejido social”.

Esa reserva moral expresó, en términos políticos, el eterno retorno a un álbum de fotografías familiares titulado “diputados de centroizquierda”, que luego de sus proverbiales fracasos retóricos (“porque el neoliberalismo causó…”) y fácticos, sigue sin animarse a abordar las causas de su chernobyl perpetuo.

Hasta Luis D´Elia se come el amague de la maquinita cultural/12, y atribuye todo los males de la Nación al monstruoso tándem dictadura-menemismo: lo que se suele enseñar en la escuelita de formación de la ceteá.

Descansando sobre la hierba escarchada, el intelectual progresista se encadena al teoricismo político de los ´70 y ´80, y transporta sus ilusorias certezas para intentar darle formato a una realidad que ya no está representada por esas premisas: en la glorieta del jardín del tiempo, el intelectual (y sus subyacencias políticas) teje una neurosis política hecha de alarmismos, teorías conspirativas y acechanzas que obliteran la sumersión en las aguas del balneario popular. Quedan en orsai, o llegan tarde a la jugada.

Vemos el sangrado lento de una matriz cultural que más que oponerse al menemismo, impugna al peronismo. Lo sigue haciendo: Aliverti aprendiendo a hacer malabares nac&pop.

Matriz cultural fuertemente autoritaria la del progresismo: portan el pendón de una buena conciencia de hierro (los que le pegan a Tomás por este gran post): se creen excluyente y neuróticamente “perjudicados” por el ajuste noventista “en educación y cultura” (los que la pasaron peor no suelen gritar), “sobrevivientes heroicos” de la dictadura militar, y “dueños de un verdad histórica” por considerarse herederos de un idealismo ilustrado y exclusivos intérpretes de la memoria de las luchas populares. Demasiado, macho. Demasiada bondad estalinista, ante la que todos los otros quedamos como irreparablemente fachos.

Pero ya hay gotas en el piso.

lunes, 21 de septiembre de 2009

"...La épica de nuestro tiempo hay que buscarla en las promesas incumplidas en veintiséis años de democracia: lo que no llegó fue la Justicia Social. La épica de una política popular no es, paradójicamente, ninguna utopía, sino un estado de la vida popular que alguna vez se logró, se vivió, se aprehendió hace cincuenta años en este país, cuya representación y expectativa sigue residiendo en el peronismo aun con sus mutaciones, limitaciones y defensividades..."

La nota completa, en Revista Zoom

lunes, 14 de septiembre de 2009

Uvasal para Lozano

Qué problema el kirchnerismo para la centroizquierda vernácula: porque le interpela la agenda histórica, esa que se sostuvo como inmaculada programática durante el noventismo, y que ahora se pasea con los agridulces matices de un gobierno que las lleva a gestión. Lo de las telefónicas está bien, porque allana el camino a la aprobación: otras reformas que no alteren el espíritu estructural de la ley podría extender un piso de consenso más ampliado que se necesita. De todos modos, y como dijo Cristina, la entrada de la telefonía al negocio es inexorable, por eso mejor la eliminación y que la cosa se regule en otra etapa: sin eufemismos, diría que lo de las telefónicas es bastante menor en el contexto de la ley, y que la realidad de su desenvolvimiento está menos ligada a lo jurídico que a los dictados del mercado.

Reme, Patricia, reme que sale.



domingo, 13 de septiembre de 2009

Domingo en el Río

Una madrugada silenciosa, y el viento se arremolina en el rincón más opaco del callejón sin salida. No hay ningún grito en la oscuridad, sólo el murmullo de una ciudad que duerme. La ley de medios merece ser macerada, demorada hasta el más anodino debate parlamentario-administrativo. Merece que cada uno de sus artículos sea discutido hasta llegar a un soporífero intercambio sobre cuál es la mejor técnica de redacción legislativa. Merece que sea objeto de modificaciones plausibles, con los ejércitos de asesores y diputados en exhaustiva y desapasionada labor, con convocatorias a todos los bloques. Es una ley que merece ser consensuada con el senador Carlos Menem, porque estructuralmente es una buena ley.

Digo: no se necesita el carnaval de los inspectores desembarcando en las oficinas del multimedio para que la ley sea mejor, más viable, más justificadamente votable. ¿Qué fue pasando desde marzo de 2008 hasta estos últimos días? Lo menos aconsejable: el kirchnerismo devorado por el relato nacional-popular más berreta, el del consignismo barato que suple la falta de carretel político para afrontar esta hora acuerdista: Aníbal F. hace lo que puede, y es bueno que lo dejen hacer. Una cosa que escucho y no me gusta: que mucha gente genuinamente kirchnerista diga que sacar la ley es la batalla crucial que debería concitar todos los esfuerzos militantes. ¿Se puede ser tan ardorosamente pequebú (sí, se puede) como para no advertir que los votos taciturnos de este invierno dijeron otra cosa? Que la ley salga por el peso de sus contenidos y sus concesiones, y no por los fuegos de artificio que la decoran.

El tipo que firmó las actas tupamaras, también estampó de puño y letra su firma en el certificado de defunción: tenemos la obligación de acabar con la indigencia, que, si bien cayó un 50 por ciento, sigue siendo seria. La ambición de estos sectores es la de poder incorporarse al escalón más bajo de la clase media y tener un trabajo estable. Punto y aparte: la saludable obsesión de un gobernante es lograr hacer el mejor capitalismo posible. Y cuando le pregunta la entusiasta periodista de Página/12 si van a combatir el ignominioso drama de los monopolios mediáticos, Mujica desdramatiza y relativiza la imperatividad política de la cuestión: nosotros nos preocupamos por todos los monopolios. Cuando son naturales defendemos al Estado. Y si no, buscamos instrumentos para limitarlos. Igual, creemos que la nueva tecnología cuestiona a los monopolios tradicionales de la información. Hay una mayor diversificación de los medios y más sistemas de comunicación alternativos que combaten la concentración.

Que la ley salga con todas las concesiones y reformas, y en un tiempo exasperadamente demorado (fuera del Congreso, nada). Que se acuerde con Raimundi, Silvia Vázquez, Graciela Camaño, Chiche Duhalde y Carlos Menem. Porque es una buena ley.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

La Rodilla de Carla



1. Cuando la nieve cesó de adornar el suelo, pedí exhumar los libros. Hubo que darle con maza y cortafierro al concreto, el trabajo rítmico, manual, lo hacían con lúcida indiferencia. El único curioso entusiasta era el pibe de quince años que pedía desenterrar una literatura política que creía embalsamada y bálsamo reverberante desde el fondo de la historia. Era una tarde dominical de paz menemista y acaso en el inconsciente colectivo de izquierdas se cincelaba la certidumbre de que ahora si había pasado lo peor, y los adultos que me rodeaban aceptaron ver con desgano racional las sobras de un tiempo, las reliquias que retorizaban la praxis. Despejados los últimos escombros, vimos el osario: los libros eran barro y lombrices. “Yo te dije…” me dijeron entre sabias risas, pero en ese tiempo, el pibe de quince años solía decepcionarse.

2. Un abigarrado verano noventista en San Bernardo (“ahora no se puede ir, está lleno de negros, bajó mucho” me dicen amigos y conocidos, y yo asiento), e íbamos a la playa con la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas y una pequeña hermenéutica hegeliana para ver si entendíamos por lo menos una puta oración con qué jactarnos. El pibe de diecisiete años quería juntar kilometraje filosófico en la larga marcha hacia la erudición trascendental, aquella que depararía destinos majestuosos, una oda a la ilustración para alcanzar prestigios inmaculados, está en las cartas. Aquel fue un gran verano, feliz para las clases medias venidas a menos (o sea, y también, para los sectores populares): se volvía a veranear, a ir al mar, después de los largos años de malaria alfonsinista, del melodrama hiperinflacionario. Pero nosotros nos clavábamos un Hegel, y políticamente, en la cúspide: éramos progresistas ¿qué duda cabía? Más tarde (tardíamente), el pibe de diecisiete años vio en un cine desierto a Jeanne Moreau en La Notte apenándose por constatar de qué poco le sirvieron la cultura, los estudios y las bibliotecas para entender la vida.

3. Yo fui a un colegio no estatal cuyos directivos y profesores tenían simpatías, vínculos o afiliaciones al Partido Comunista, el Partido Socialista y al peronismo de izquierda. Precisamente, y no por esta singularidad, se trató de un gran colegio. No usábamos uniforme, vestíamos de civil, y de la vestimenta no emergían desigualdades. No había sanciones disciplinarias y nos dejaban fumar en los recreos: a nosotros, que no lo éramos, nos aplicaban la pedagogía del oprimido. Era ese un gran colegio privado progresista del conurbano (“ahora no se puede ir, está lleno de negros, bajó mucho” me dicen amigos y conocidos, y yo asiento) cuyo plantel docente era macanudo, abierto y convenientemente anti-menemista, solían idolatrar a Alfredo Bravo. Alguien los bautizó a algunos de ellos, a los menos tirados, como “los socialistas con chalets de dos plantas”, pero ellos preferían autodenominarse “luchadores populares”. Nosotros, los alumnos de diecisiete años, antes que con clásicas pornos yanquis, preferíamos pajearnos con las películas de Costa Gavras. Un día cayeron Pérez Esquivel y el padre Farinello a dar una charla sobre derechos humanos, el auditorio repleto, docentes, padres, alumnos, prensa. Pero las porteras, el fotocopiador (que llevaba al laburo los libros con los discursos de Perón, y me los mostraba) y los muchachos de limpieza y mantenimiento, no estaban. Y Pérez Esquivel se largó nomás a narrar los años trágicos con sus giros atonales y su desconcertante voz artificial, era un Nunca Más parlante y tenía una enorme pericia para describir los casos más aberrantes con la impostada cordura del intelectual, era un greatest hits de torturas y vejaciones. “Con razón llegó a Nobel de la Paz, es un fenómeno” chicaneo un reo en el fondo y nos reímos bajito, algunos padres nos condenaron con la mirada. Farinello le agregaba al relato el tono melodramático, le daba emoción a sus temblorosos titubeos vocales, algunos comenzaban a lagrimear, se trataba de una puesta en escena de alta densidad dramática, digna de Bergman. Nos rompimos las manos aplaudiendo los valientes testimonios, y los panelistas, ya más relajados, sonreían y firmaban autógrafos, se sacaban fotos con padres y docentes del palo, y los profesores más encumbradamente sartreanos (históricos defensores de la educación pública y los derechos humanos) se llevaron a los próceres al chalet de dos plantas de alguno, para seguir la tertulia en un ámbito más íntimo, con biblioteca y discografía acorde, y con el confort que requiere la reflexión y el soliloquio eticista. El pibe de dieciséis años tenía muchos libros en la cabeza pero una inveterada vocación de juntarse con los reos y outsiders de la clase, y ellos se fueron rápido, cuando los aplausos estaban en su etapa más ensordecedora. Otro día, el que vino a dar una charla fue Alberto Albamonte en su carácter de funcionario menemista, buscando establecer un contacto entre “la clase política y los jóvenes”. Loable intención, Albamonte venía a escuchar, temario abierto, pregunten chicos. Naturalmente, la audiencia era acotada en relación con el estadio lleno que habían metido Pérez Esquivel y Farinello, eran exclusivamente alumnos, casualmente los más politizados estábamos allí: “Viene Albamonte, seguro hay quilombo” se comentaba y entonces nos preparábamos para el show. Albamonte se largó con un discurso sobre su gestión gubernamental, sin ideologizar, mesurado. No habían pasado diez minutos cuando los comandantes en jefe del combativo Centro de Estudiantes, envidiables cuadrazos fanáticos de Serrat y Silvio, salieron a cruzar a Albamonte para facturarle el prontuario: “procesista”, “facho”, “asesino”, “hijo de puta”. Los pibes del Centro, clarividentes que pertenecían a las familias acomodadas del distrito, le hacían un juicio popular in situ a Albamonte ( un hombre de derecha que ahora optó por la hotelería), lo poblaban de justicieros epítetos, todo un pueblo detrás de ellos, algún día les agradecerían. En coro le empezaron a gritar “neoliberal”, y algunos practicaban puntería con acuosas escupidas de moco sobre el lapidado funcionario, que inició una caótica retirada de aquella zona liberada: en ningún momento apareció alguna autoridad de mi colegio progresista para evitar lo previsible. El pibe de dieciséis años contempló el episodio con impronta festiva (anti-menemismo o muerte), y sólo con el tiempo comprendió el enorme poder de la retórica progresista. “Los noventa, esos años en los que el progresismo se convirtió en una dictadura cultural” dijo, y se fue por una calle más oscura.

4. Nos habíamos aprendido de memoria (en un invierno de la Convertibilidad, un invierno donde nos compramos la compactera, la casetera y la TV color que no tuvimos en quince años) las páginas de La Doctrina Peronista: una Argentina justa, libre y soberana de Ortega Peña y Duhalde, y ya estábamos listos para iniciar una militancia de rescate de las banderas. El pibe de dieciocho años terminaba el colegio y quería graduarse en política real, militar. Pero toda militancia genuina se desliza hacia formas áridas: todo ejecución. Las formas bonaerenses de la militancia conducen a la llaga peronista de la víspera, y el punto ideológico desde el que uno inició el camino se diluye en la anécdota, e inclusive mentar “lo que dijo el General” es poco aconsejable frente al denso apremio de las urgencias: mi peronismo de izquierda se hacía bosta contra la rocosa cotidianeidad de una militancia peronista de la necesidad, una estresante carrera con obstáculos a resolver por doquier, y los más idóneos eran seres despreciables, panorámicamente impresentables, desmesurados de la periferia. Era la aridez real del Estado que había que domar, una burocracia tironeada por reclamos incesantes, postergados. El pibe de dieciocho años publicó un aviso clasificado: permuto todo Hernández Arregui por curso para tramitar pensión por invalidez y silla de ruedas ante el ministerio de Acción Social de la provincia.

5. El Negro Willy solía caer con un pedo moderado a la oficina, les tiraba onda a las secretarias de los concejales. Tenia sus transitas, tiernas corruptelas que permitían solucionar verdaderas bombas de tiempo, un balazo el Negro en el terreno de los contactos y la improvisación para desactivar un campo minado, un chanta que nunca te dejaba a gamba pero a veces estaba caído y medio reventado, tenía batallas campales con la jermu o andaba sin guita y venía el mangazo, “después te lo devuelvo”, pero sabíamos que no, y no importaba. Tenía mil quilombos personales Willy, pero era capaz de voltearse a un influyente escracho de la secretaría de Salud para sacar invaluables medicamentos oncológicos que de otro modo, un vecino que estaba en la lona no podía conseguir. El Negro Willy se acerca con una sonrisa pícara, tiene un libro bajo el brazo, es Viaje al Fin de la Noche. Se pone serio: “Luciano, quiero que a la placita de mi barrio le pongamos un nombre, no tiene. Quiero ponerle Juan José Valle. ¿Me hacés el proyecto?”

6. Las escrituras de este blog se han prolongado por un año, cuando nadie lo esperaba. El pibe ya no lo es, tiene treinta y tres años, y agradece a lectores, comentaristas, seguidores y a todo aquel loco que pierde el tiempo leyendo lo que aquí se escribe.