miércoles, 2 de septiembre de 2009

La Rodilla de Carla



1. Cuando la nieve cesó de adornar el suelo, pedí exhumar los libros. Hubo que darle con maza y cortafierro al concreto, el trabajo rítmico, manual, lo hacían con lúcida indiferencia. El único curioso entusiasta era el pibe de quince años que pedía desenterrar una literatura política que creía embalsamada y bálsamo reverberante desde el fondo de la historia. Era una tarde dominical de paz menemista y acaso en el inconsciente colectivo de izquierdas se cincelaba la certidumbre de que ahora si había pasado lo peor, y los adultos que me rodeaban aceptaron ver con desgano racional las sobras de un tiempo, las reliquias que retorizaban la praxis. Despejados los últimos escombros, vimos el osario: los libros eran barro y lombrices. “Yo te dije…” me dijeron entre sabias risas, pero en ese tiempo, el pibe de quince años solía decepcionarse.

2. Un abigarrado verano noventista en San Bernardo (“ahora no se puede ir, está lleno de negros, bajó mucho” me dicen amigos y conocidos, y yo asiento), e íbamos a la playa con la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas y una pequeña hermenéutica hegeliana para ver si entendíamos por lo menos una puta oración con qué jactarnos. El pibe de diecisiete años quería juntar kilometraje filosófico en la larga marcha hacia la erudición trascendental, aquella que depararía destinos majestuosos, una oda a la ilustración para alcanzar prestigios inmaculados, está en las cartas. Aquel fue un gran verano, feliz para las clases medias venidas a menos (o sea, y también, para los sectores populares): se volvía a veranear, a ir al mar, después de los largos años de malaria alfonsinista, del melodrama hiperinflacionario. Pero nosotros nos clavábamos un Hegel, y políticamente, en la cúspide: éramos progresistas ¿qué duda cabía? Más tarde (tardíamente), el pibe de diecisiete años vio en un cine desierto a Jeanne Moreau en La Notte apenándose por constatar de qué poco le sirvieron la cultura, los estudios y las bibliotecas para entender la vida.

3. Yo fui a un colegio no estatal cuyos directivos y profesores tenían simpatías, vínculos o afiliaciones al Partido Comunista, el Partido Socialista y al peronismo de izquierda. Precisamente, y no por esta singularidad, se trató de un gran colegio. No usábamos uniforme, vestíamos de civil, y de la vestimenta no emergían desigualdades. No había sanciones disciplinarias y nos dejaban fumar en los recreos: a nosotros, que no lo éramos, nos aplicaban la pedagogía del oprimido. Era ese un gran colegio privado progresista del conurbano (“ahora no se puede ir, está lleno de negros, bajó mucho” me dicen amigos y conocidos, y yo asiento) cuyo plantel docente era macanudo, abierto y convenientemente anti-menemista, solían idolatrar a Alfredo Bravo. Alguien los bautizó a algunos de ellos, a los menos tirados, como “los socialistas con chalets de dos plantas”, pero ellos preferían autodenominarse “luchadores populares”. Nosotros, los alumnos de diecisiete años, antes que con clásicas pornos yanquis, preferíamos pajearnos con las películas de Costa Gavras. Un día cayeron Pérez Esquivel y el padre Farinello a dar una charla sobre derechos humanos, el auditorio repleto, docentes, padres, alumnos, prensa. Pero las porteras, el fotocopiador (que llevaba al laburo los libros con los discursos de Perón, y me los mostraba) y los muchachos de limpieza y mantenimiento, no estaban. Y Pérez Esquivel se largó nomás a narrar los años trágicos con sus giros atonales y su desconcertante voz artificial, era un Nunca Más parlante y tenía una enorme pericia para describir los casos más aberrantes con la impostada cordura del intelectual, era un greatest hits de torturas y vejaciones. “Con razón llegó a Nobel de la Paz, es un fenómeno” chicaneo un reo en el fondo y nos reímos bajito, algunos padres nos condenaron con la mirada. Farinello le agregaba al relato el tono melodramático, le daba emoción a sus temblorosos titubeos vocales, algunos comenzaban a lagrimear, se trataba de una puesta en escena de alta densidad dramática, digna de Bergman. Nos rompimos las manos aplaudiendo los valientes testimonios, y los panelistas, ya más relajados, sonreían y firmaban autógrafos, se sacaban fotos con padres y docentes del palo, y los profesores más encumbradamente sartreanos (históricos defensores de la educación pública y los derechos humanos) se llevaron a los próceres al chalet de dos plantas de alguno, para seguir la tertulia en un ámbito más íntimo, con biblioteca y discografía acorde, y con el confort que requiere la reflexión y el soliloquio eticista. El pibe de dieciséis años tenía muchos libros en la cabeza pero una inveterada vocación de juntarse con los reos y outsiders de la clase, y ellos se fueron rápido, cuando los aplausos estaban en su etapa más ensordecedora. Otro día, el que vino a dar una charla fue Alberto Albamonte en su carácter de funcionario menemista, buscando establecer un contacto entre “la clase política y los jóvenes”. Loable intención, Albamonte venía a escuchar, temario abierto, pregunten chicos. Naturalmente, la audiencia era acotada en relación con el estadio lleno que habían metido Pérez Esquivel y Farinello, eran exclusivamente alumnos, casualmente los más politizados estábamos allí: “Viene Albamonte, seguro hay quilombo” se comentaba y entonces nos preparábamos para el show. Albamonte se largó con un discurso sobre su gestión gubernamental, sin ideologizar, mesurado. No habían pasado diez minutos cuando los comandantes en jefe del combativo Centro de Estudiantes, envidiables cuadrazos fanáticos de Serrat y Silvio, salieron a cruzar a Albamonte para facturarle el prontuario: “procesista”, “facho”, “asesino”, “hijo de puta”. Los pibes del Centro, clarividentes que pertenecían a las familias acomodadas del distrito, le hacían un juicio popular in situ a Albamonte ( un hombre de derecha que ahora optó por la hotelería), lo poblaban de justicieros epítetos, todo un pueblo detrás de ellos, algún día les agradecerían. En coro le empezaron a gritar “neoliberal”, y algunos practicaban puntería con acuosas escupidas de moco sobre el lapidado funcionario, que inició una caótica retirada de aquella zona liberada: en ningún momento apareció alguna autoridad de mi colegio progresista para evitar lo previsible. El pibe de dieciséis años contempló el episodio con impronta festiva (anti-menemismo o muerte), y sólo con el tiempo comprendió el enorme poder de la retórica progresista. “Los noventa, esos años en los que el progresismo se convirtió en una dictadura cultural” dijo, y se fue por una calle más oscura.

4. Nos habíamos aprendido de memoria (en un invierno de la Convertibilidad, un invierno donde nos compramos la compactera, la casetera y la TV color que no tuvimos en quince años) las páginas de La Doctrina Peronista: una Argentina justa, libre y soberana de Ortega Peña y Duhalde, y ya estábamos listos para iniciar una militancia de rescate de las banderas. El pibe de dieciocho años terminaba el colegio y quería graduarse en política real, militar. Pero toda militancia genuina se desliza hacia formas áridas: todo ejecución. Las formas bonaerenses de la militancia conducen a la llaga peronista de la víspera, y el punto ideológico desde el que uno inició el camino se diluye en la anécdota, e inclusive mentar “lo que dijo el General” es poco aconsejable frente al denso apremio de las urgencias: mi peronismo de izquierda se hacía bosta contra la rocosa cotidianeidad de una militancia peronista de la necesidad, una estresante carrera con obstáculos a resolver por doquier, y los más idóneos eran seres despreciables, panorámicamente impresentables, desmesurados de la periferia. Era la aridez real del Estado que había que domar, una burocracia tironeada por reclamos incesantes, postergados. El pibe de dieciocho años publicó un aviso clasificado: permuto todo Hernández Arregui por curso para tramitar pensión por invalidez y silla de ruedas ante el ministerio de Acción Social de la provincia.

5. El Negro Willy solía caer con un pedo moderado a la oficina, les tiraba onda a las secretarias de los concejales. Tenia sus transitas, tiernas corruptelas que permitían solucionar verdaderas bombas de tiempo, un balazo el Negro en el terreno de los contactos y la improvisación para desactivar un campo minado, un chanta que nunca te dejaba a gamba pero a veces estaba caído y medio reventado, tenía batallas campales con la jermu o andaba sin guita y venía el mangazo, “después te lo devuelvo”, pero sabíamos que no, y no importaba. Tenía mil quilombos personales Willy, pero era capaz de voltearse a un influyente escracho de la secretaría de Salud para sacar invaluables medicamentos oncológicos que de otro modo, un vecino que estaba en la lona no podía conseguir. El Negro Willy se acerca con una sonrisa pícara, tiene un libro bajo el brazo, es Viaje al Fin de la Noche. Se pone serio: “Luciano, quiero que a la placita de mi barrio le pongamos un nombre, no tiene. Quiero ponerle Juan José Valle. ¿Me hacés el proyecto?”

6. Las escrituras de este blog se han prolongado por un año, cuando nadie lo esperaba. El pibe ya no lo es, tiene treinta y tres años, y agradece a lectores, comentaristas, seguidores y a todo aquel loco que pierde el tiempo leyendo lo que aquí se escribe.