jueves, 29 de julio de 2010

2002

La desconfianza depositada en el progresismo partidario de De la Rúa hacía que, en esos días, ningún negro te aceptara una puta Lecop, pero casi que se meaban si lo que tenías para repartir era el masivo Patacón justicialista de Ruckauf.

Y hacían cola de noche, tiradas con pendejos chirriantes y poco solícitos al silencio de la pobreza que actuaban, a la espera matutina del clientelismo de un Plan Jefes y Jefas de Hogar. Y si los 150 eran en Lecops y no en Patacones, las negras venían a reclamar, qué las lecops en el barrio no se las aceptaban, qué en el banco no se las cambiaban, qué eso no era la plata, y no sé que mierda más, te decían Luciano quiero patacones, hacé algo, y yo estaba bastante hinchado las pelotas, patacones no hay. Hinchado las pelotas porque me debían tres meses de sueldo, pero otros cobraban en tiempo y forma y declaraban con voz engolada al periodismo que las arcas municipales se encontraban en un estado terminal, como si se tratara de un cáncer financiero, de una metástasis administrativa irresoluble. Y acaso lo era, pero ellos no tenían que bancarse a las negras en queja paulatina.

A veces nos resguardábamos en la oficina, era como darse morfina y olvidar, evitar que te jodieran por el rato que tardaban en golpearte la puerta otra vez. Poníamos Daft Punk en la computadora: recién salía Discovery, un discazo que admitía los sampleos más modernos del dance trance noventista (con la Convertibilidad –sí, con mayúscula- se bailaba mejor) sin suprimir la herencia del disco clásico setentista y el synth-pop cuasi-gay ochentista. Con ese punchi-punchi macabro de fondo, recibíamos a nuestro puntero favorito, el negro Claudio. Solía llegar después del mediodía, después de levantarse, cogerse a la esposa, y comer. Luciano, mañana te traigo a las chicas, decía y se cagaba de risa: las chicas eran la tira de madres solteras del barrio que tenían que anotarse para cobrar el plan, a varias de las cuales el negro Claudio ya se había garchado por amor y por la habitualidad de la convivencia territorial. Claudio les pagaba el bondi y las traía hasta la oficina, o las chicas se extraviaban irremediablemente. Entonces la Rusa (rubia, casi 40, muy firme de carácter y de culo) le decía con esa voz aguda que se le aflautaba inexplicablemente hacia el final de cada frase que pronunciaba bajo el efecto de la ira,

¡nene,

paraquecarajotedoylasplanillassinolas

anotásquefirmenymetraéstodo

vospelotudodemierdalaburá

pajeronometraigásalasminasacá!

La Rusa laburaba conmigo, era un crack; más bien debería decir que yo laburaba con ella: te desactivaba cualquier quilombo. Además era mujer, rubia, ojos claros, buen lomo y cuando había que ir a pedir (morfi, medicamentos, planes, chapas) sensibilizaba más a los jefes de departamento, los directores, los sub y los secretarios. La Rusa era un perro de presa que no te dejaba en paz hasta que no se solucionaba el problema: yo creo que su formación católica ayudaba a afirmar su intransigencia por el pobre, a veces con conductas inexplicables. La Rusa portaba el mesianismo pos-montonerista en opción por las frazadas, y no por los fusiles que predominó a partir de septiembre de 1973 hasta el día en que yo nací.

Y cuando la Rusa se calentaba, nuestro puntero favorito se reía, le decía que se tranquilizara, se le acercaba para acentuar la joda y me obligaba a un pará, boludo que largaba después de cortar la risa. Una vez un asesor de un concejal cayó a la oficina medio en pedo y tocó a la Rusa, ella le enrostró una piña y hubo que limpiar el charquito de sangre que quedó en el piso. Desde ese día, acentué mi espíritu preventivo. Eran días de mierda, sin Estado (a.k.a. inestabilidad institucional), sin guita en el bolsillo y los punteros no dejaban de traer gente para emplanillar, siempre más minas que tipos. Algunos hombres tenían vergüenza de venir a pedir el plan: llegaban a la oficina como quién mira vidrieras en un shopping, “para averiguar para un amigo”, y cuando entraban en confianza (uno se la daba, no quedaba otra) se largaban con la vida de trabajo perdida, qué no conseguían nada, el lagrimeo y por fin el llanto, el quejido que avanzaba desintegrando las palabras, ya no se entendía lo que querían decir, todo trocaba en ecolalias marginales, el clima se hacia denso, insoportable, los hacíamos firmar para que se fueran lo antes posible a llorar a otra parte, porque en la fila todavía quedaban muchos llantos que escuchar y ver. A veces aparecía algún concejal microclimático que te pedía que le hicieras un proyecto de ordenanza para cambiar el nombre de cualquier calle periférica por José Ignacio Rucci y yo le decía lo que él veía: pero hay gente, concejal, y él te contestaba: ¿y?

Un día el negro Claudio nos contó que, además de a su esposa y a  las chicas, se garchaba a los travestis y los putos de su barrio (bah, una villa casi) a cambio de dinero. ¿Con lo que te pagamos no te alcanza? le dije y  hasta la Rusa se rió, aunque como católica practicante rechazaba la política sexual de nuestro puntero. Claudio decía que los travestis de la villa son muy feos, que no tienen guita para operarse o producirse, y nadie se los quiere coger. Con los putos, igual. Nos aclaraba que él no era puto, que no se bancaba a los trolos y travas, que se los cogía si le pagaban, sino no. Era una tarde inusualmente tranquila, la oficina sin gente, sin pobres, sin mal olor, sin quejas, sin gritos, sin estrés. La Rusa se destapó y narró intimidades: que la primera pija que vio fue la del marido, que no sabía que la pija se paraba, que el primer polvo con el marido fue horrible, que le dolió y ahí ya quedó embarazada de su única hija. Yo me debatía entre la estupefacción y la carcajada contenida, y nuestro puntero favorito olfateó sangre, buscó precisiones entre bromas, ella era un manantial de inocencia y largaba como loca, no puede ser que no sepas, Rusa le advertía Claudio con la sonrisa en los labios y en los ojos, el instinto asesino a pleno. Antes de empezar a preocuparme, nos interrumpió el secretario de bloque del Concejo Deliberante, un amigo.

- Se está incendiando el auto del intendente interino en el playón.

Nos fuimos los cuatro juntos.

miércoles, 21 de julio de 2010

Afinidades Electivas


Los trazos complejos del kirchnerismo que hicieron visible una zanja de autonomía decisionista estatal frente a sectores económicos que estaban habituados a la “conversa” de algunas cuestiones que tradicionalmente se definían en el campo político, corre el riesgo de banalizarse por la repetición autómata (casi irresponsable, un uso de relleno discursivo) de un indiscernible concepto integral que se narra ansiosamente como “lucha contra las corporaciones”. Bueno, lo cierto es que esa autonomía lograda por Kirchner para que la política decida con menos apremio algunas cuestiones relacionadas con la supervivencia del Estado en áreas neurálgicas y la expansión de su función a tierras áridas de las que se había ido retirando progresivamente, no tiene mucho (por no decir nada) que ver con lo que hoy se busca fraguar como sello lacrado kirchnerista: una lucha plantar contra las corporaciones. No habría que perder de vista que esa autonomía fue posible (más allá de la decisión de Kirchner) gracias al Estado liviano (me refiero a la operatividad administrativa y no a sus carencias patrimoniales) que dejó Menem, y a una modificación de las alianzas económicas a partir de las que todo gobierno planifica una mínima idea de gobernanza con la que arrancar. En el caso de Kirchner, esa decisión política (con qué sectores económicos aliarse) estuvo digitada por una puja anterior, crucial para el destino del país pero poco estudiada y narrada por el periodismo y las ciencias sociales, más ocupados en aquel momento por la ficción asambleística y las llamaradas callejeras: la pulseada entre dolarizadores (el menemismo residual, la derecha política, las privatizadas y los bancos) y devaluacionistas (Alfonsín, Duhalde, los industriales, la CGT, la Iglesia ) que iba a definir el rumbo económico de los próximos diez años, y que parió al modelo kirchnerista. Se podría decir que el primer triunfo de la política sucedió con el resultado de esa puja de rosca y escritorio sin una atractiva ornamentación popular detrás.

La autonomía decisionista sirve para la producción de gobernabilidad; esto a mi modo de ver significa enfocar todos los cañones de la operatividad estatal para que filtre por  los intersticios que van llevando a las zonas huérfanas donde el Estado es desconocido. Se trata de producir gestión (lo que implica producir cuadros para actuar con cintura en circunstancias poco previstas: hoy inclusive el peronismo tiene déficits alarmantes en ese rubro, no hablemos ya de los otros partidos políticos) y hechos que sólo después de allanar el campo minado pueden dar lugar a la  construcción de un relato.

Pero ese goteo estatal hacia la postergación más abismada está anudado con las formas de organización  y acercamiento que desde la política se eligen para entablar la relación con la sociedad lumpen (un anclaje que es básicamente idiosincrásico, y donde el abordaje ético que proponen las formaciones partidocráticas hace agua) y que nunca pone al Estado directamente de cara al pobre; existen mediaciones que tramitar, y que merecen una discusión política profunda. Esa discusión es la que todos los progresismos (inclusive los más realpolitiker y nacanpopistas) rehúyen dar frente al peronismo realmente existente.

La llaga abierta de este debate obturado la representan los dos millones de pibes que todavía no cobran la asignación universal por hijo. Objetivamente, la Argentina va a ser un mejor país cuando los pibes cobren esa guita, y la autonomía lograda por el Estado en estos años debería concentrarse en ver cómo carajo saldar operativamente esta vergüenza (la vergüenza es que esté la guita para pagar la AUH, y que no se pague porque el gobierno no sabe cómo canalizar el beneficio) y no en declamar alegremente cuantos centímetros de pija le puso adentro Néstor “al poder y las corporaciones”. Nos cojimos a Clarín, a las FFAA, a la Iglesia, pero por prejuicios y elitismo intelectual no le podemos garpar 180 pesitos a dos millones de pendejos.

Las razones por las que no se debate un plan nacional de seguridad, la gradación del 82%, una reforma educativa (pedagógica y no de financiamiento), la facilitación de la llegada del sistema sanitario al pobre, el blanqueo laboral, un plan de desarrollo nacional para ampliar la base productiva hoy atascada, la revisión estructural del servicio de transporte urbano (que mejoró, pero sigue siendo de muy baja calidad), la cualificación y el alcance de las prestaciones de la asistencia social, las desconozco. Yo creo que el gobierno todavía puede centrar su agenda en estos “tres o cuatro temitas en los que todos vamos a estar de acuerdo”. Las trabas para la expansión de la AUH al pobrerío no las colocaron las corporaciones; ahí hay un problema político que debe ser urgentemente resuelto, pero que al hacerlo desnudaría las falencias conceptuales que los Kirchner mantienen en este delicado rubro, y que a lo largo de ocho años hace que la relación del gobierno con la población más pobre sea esquiva, errática y con altos grados de indiferencia. Recordemos que esto tuvo efectos electorales, ya que un aspecto no menor de la derrota del 28J hay que rastrearla en el hecho de que “faltó clientelismo” (Artemio López dixit).

El inconveniente político que hoy afrontan los Kirchner no está tanto en lo que haga o deje de hacer la oposición, sino en la eventual consolidación de una programática minoritaria con fuerte intensidad ideológica que se parezca en términos estrictamente políticos (y no éticos) a una eufórica épica de la derrota.

Aún cuando uno coincida con el copyright kirchnerista que enumera Sebastián en este texto de La Barbarie, no podemos dejar de señalar que todo ese acervo ya pertenece a un pasado político inmediato que sería infantil no aceptar, si se piensa en el futuro. Uno también puede comprender la textura emotiva que fluye de la escritura de Sebastián (y comprender las afinidades electivas que producen esa emoción), pero lo que no se puede hacer es obligar a que los otros crean que ese clima emocional es la realidad por la que transita cotidianamente una mayoría popular. En un punto, Sebastián es consciente de esta preocupación cuando se pregunta por los “nuevos problemas que yo no sé si el kirchnnerismo puede resolver ¿Qué hacemos con los trabajadores no sindicalizados que no pueden protegerse de la inflación? ¿Como institucionalizamos la asignación universal compatible con una macroeconomía sostenible?”; bueno, esto que es narrado casi al paso en el texto es sobre lo que la mayoría de la población va a votar en 2011, y pesa más en la balanza del debate. Mucho más que cualquier panegírico que pueda escribirse sobre lo que es o fue el kirchnerismo. La política nunca cesa.

Lo que veo como una mala señal es que cada vez más dirigentes y militantes kirchneristas repitan con ansiedad o con mecanicidad la palabra “corporaciones” casi a modo de justificación epocal, como si el sintagma “plantarse frente a los poderes” fuera sinónimo de gobernar bien y de “merecemos otra oportunidad”. Además de afirmar ciertas afinidades electivas, este discurso blinda los estrechos márgenes que hicieron históricamente a una política de minorías, y en el peor de los casos nos puede exponer a una inmolación electoral indigna de la cultura política del peronismo (esa tensión existe). No se puede negar que de consolidarse este rumbo, ello traería consigo la naturalización de los argumentos y las formas de comportamiento político que caracterizan a las minorías políticas: algo poco recomendable porque además de empobrecer el tránsito del debate, lo pueblan de cargas irritantes y de poca eficacia política. Lo que sucedió con el debate del matrimonio homosexual es claro: como dijo Cristina, la mayoría de la sociedad no lo vivió con dramaticidad.

Pero las tribunas políticas que llevaron la batuta del debate (tanto a favor como en contra) sí dramatizaron, sí exageraron, sí gastaron mucha pólvora frente a un tema que no lo ameritaba.

Leí en varios blogs que la aprobación del matrimonio homosexual nos hace un mejor país. No creo que sea para tanto, y este descalce interpretativo es el que me preocupa, porque parece extenderse a varios temas que después van a estar en la venta electoral. Sebastián agrega que “La discusión sobre el aborto legal está más cerca hoy que ganamos que si no hubiéramos ganado.” Yo creo que es exactamente al revés, básicamente por la inclusión de argumentos perimidos y contraindicados en la discusión, como el anticlericalismo.

Me gustaría compartir el comentario de Agustina a ese post de Sebastián, porque sintetiza con justeza lo que uno piensa sobre el desenvolvimiento que adquirió el tema:

Sebastián, conmueve tu optimismo pero no estoy segura de que la sanción de la ley de matrimonio gay nos haya hecho un país mejor. No dudo de la enorme distancia que se avanza en lo que a reconocimiento de derechos e inclusión implica, pero lo cierto es que,– y creo que lo entrevés cuando te preguntás por los trabajadores no sindicalizados – los que se benefician son más bien algunos de los integrantes de las clases media y media alta, que son quienes se casan, tienen obra social para compartir, bienes para conformar un acervo hereditario, pertenecen al sector que puede dejar una pensión y que puede pagarle a un abogado para que le siga los eternamente engorrosos trámites de adopción –otro asunto que debería tratarse urgentemente, y tal vez hasta conjuntamente con la ley de aborto, después de todo el nacimiento y la muerte son dos caras de la misma moneda-, pero la exclusión más tremenda – la de la pobreza – sigue sin ser resuelta.

Como país creo que nos falta mucho todavía. Y creo que más que discutir dogmas, convendría trascenderlos, que es lo único que nos iguala realmente.

Termina no habiendo diferencias esenciales entre los dogmas católicos y los dogmas políticos, por cuanto ambos se refieren a doctrinas que no admiten réplica, y más o menos así estamos haciendo política también (“no vale decir” es un dogma que recuerda a los diez mandamientos. Se supone que en democracia cada uno puede decir lo que quiere). Por momentos parecía que la intolerancia se había adueñado del debate.

Como ví estos días, lo que está atrás es débil y ya no puede moverse. Te pregunto, por que no lo sé, ¿tiene sentido hablar de amor libre en democracia y a la vez plantear batallas que dividen a la misma sociedad para la que se proclama el triunfo de los derechos humanos y el amor libre? Mmmm… batallas que se ganan, sectores que “perdieron” y amor y derechos humanos parecen ser términos excluyentes entre sí.

Y, vamos, que enfrentarse con la Iglesia tampoco es un gran mérito; y si la mejor democracia es la que construye mayorías políticas, también es la que respeta minorías que piensan de otra manera. Entonces, guarda con hacer tanta fiesta con esto de que le ganaron a la Iglesia, porque dentro de esa Iglesia hay muchos argentinos – laicos y religiosos – que hoy no se sienten tan respetados en sus creencias – por no decir heridos en sus fueros internos –, y esto sí que es borrar con el codo lo que se escribió con la mano.

Si se le critica a la Iglesia la intolerancia, la discriminación y el anacronismo que representa pronunciarse en contra del matrimonio homosexual, pagarle con la misma moneda no es más que volver a los tiempos anteriores a la ley del Talión. (…) En fin, Sebastián, comparto tu entusiasmo por este logro, pero conviene no maximizar el éxito y no dejar de lado todo lo que hay que hacer todavía, porque el resultado fue bueno, pero el proceso no lo fue tanto.”

domingo, 18 de julio de 2010

Bondad Soviética

Lo hacen amablemente, algunos de ellos quizás con buenas intenciones. Lo hacen en ese vacío de abstracciones que les permite sobrevivir con kioscos y performances intelectuales de dudosa calidad, y lo que es peor, de nulo vínculo con una empatía popular cuantificable. Lo hacen en la apoteosis del discurso, quieren erigirse en los propietarios del relato, relato que les va a permitir una venta política para la continua subsistencia en los espacios secundarios del reparto, y para predicar verdades de amianto contra toda dinámica de la realidad. Creo que a ellos les iría muy bien en política, si la política no fuera una ingrata cuestión de mayorías complejas, a veces quejosas, a veces inanimadas, casi nunca intensas.

Cuando uno manifestaba su desagrado con la creciente superpoblación de la clásica programática progresista en el centro de la agenda política de un gobierno peronista, uno no lo hacía tanto por el contenido concreto de muchas de esas medidas, sino por los modos argumentales que acompañarían la instalación de esos temas y por la impronta de los actores políticos que vocearían very loud en el debate; esa impronta no tiene tanto que ver con una postura ideológica, como con un estilo de concebir la política y las formas de organización que realmente la producen frente al ciudadano de a pie. Esto es lo que no alcanzan a comprender los que adjetivan como “histórico” el debate parlamentario que sancionó la ley para el matrimonio puto, o el que promovió la sanción de la ley de medios. Que se entienda bien, el problema no está en la tematicidad de esas cuestiones (el progreso civil, etc.) sino en la ocupación central y continua que hacen de la agenda política. De una agenda que en realidad tiene la obligación de relacionarse (siempre) con las zonas ásperas del realismo social que se la va comiendo en la medida que la agenda no responde, o lo hace con evasivas.

En política, hay un único y preciso tiempo (que el gobernante debe hacer durar lo más que pueda: a eso se llama hacer política) para ponerse a la izquierda de la sociedad: cuando sos mayoría. Hacerlo en escenarios menos holgados es un mal síntoma, que puede tener origen en errores de concepción estratégica, o porque sólo se intenta sostener poder en franco retroceso. Paradójico, si es que el proyecto kirchnerista pretende ser una opción de mayorías en 2011.

¿Por qué el centro de la discusión la debería ocupar el matrimonio homosexual y no el 82% para los jubilados? Porque a mí me podés tirar todos los datos macroeconómicos (con los que Néstor y Cristina ya aturden), me podés decir lastimeramente que no se pueden tocar los subsidios porque habría más inflación (y eso porque no se planificó una reducción de subsidios que debiera haber empezado hace cuatro años –cuando eras mayoría y un aumento de tarifas era razonable-), me podés detallar la escala de aumentos previsionales y los ardorosos contoneos de la movilidad, pero un viejo cobra 896 mangos que con esta inflación son una mierda, una miseria difícil de justificar haciendo terrorismo con la foto de diciembre del 2001 y el helicóptero delarruista.

Si el gobierno clausura el debate por el 82% para sólo ponderar la ampliación de derechos para las minorías, se pone solito a la derecha. A la derecha de una percepción social que ya instauró un salto de pantalla respecto de los años dorados del kirchnerismo: ese cambio de pretensiones sociales incluye la definitiva baja de las acciones del discurso progresista como rector del discurseo político. Las horas gloriosas del tribuneo elitista de páginadoce se compatibilizan muy bien con el hastío de masas que votarán por lo postergado en 2011. ¿Es duro? Es la realidad sobre la que deberán operar los que quieren el poder político en la Argentina. Porque al fin y al cabo, y casi antipáticamente, la Justicia Social viene a posarse en la rama del reclamo popular. Justicia Social es el clivaje que te asocia o te divorcia de los escarceos y las mansedumbres de la masa, y esto lo apreció en 1943 un milico ilustrado fuera del canon universitario, un tipo que siempre fue refractario a las bibliografías dominantes, un tipo que un día se sentó en una oficinita del orto de Trabajo y Previsión, y empezó a tejer.

Pero por otro lado, la decadencia del argumento progresista como motor de esta historia se desnuda por la sobrefacturación de sus contenidos, que fracasaron sin remedio a la hora de los bifes. La “batalla cultural” no se puede tocar con la mano, no da cosas que pongan a la sociedad frente a la decisión política de elegir, por eso no puede ser nunca la vedette de la escena política en la que se pone en juego el poder. Elemental, papi, y lo refrenda algo que me preguntó, entre risas, una jujeña amorosa que limpia en la casa de un amigo: “¿Tanto romper las pelotas con los medios, y lo mejor que pueden hacer ustedes es este Tiempo Argentino, que es un desastre?”  Me reí con ella.

domingo, 4 de julio de 2010

Messismo y Revolución

La política y el fútbol no tienen nada que ver. Aún con todos los fastos negociales que el capitalismo tardío dejó recaer sobre el fútbol, sólo se trata de un juego que dura noventa minutos y disputan veintidós tipos que viven de eso.

Yo no suelo escribir de fútbol, porque me parece un tema muy serio, difícil de banalizar a través de afirmaciones voluntaristas y opinionismo al paso. Hay una faceta del fútbol (la de su comprensión estratégica como juego) que es bastante elitista. Y está bien que así sea. Esa es la razón por la cual el 70% de los periodistas deportivos no saben de fútbol, y gran parte de la ciudadanía (la que no es aficionada al fútbol más allá de los 30 días que cada cuatro años ocupa un Mundial) opina con énfasis y genuino ardor patrio, pero sin el compromiso de analizar las mil y una facetas de un juego tan fascinante como ingrato.

Quizá la clave de la actualidad que vive el fútbol la haya señalado Maradona en la conferencia de prensa posterior a la golpiza alemana. Creo que Maradona se dio cuenta de esa realidad durante esta estadía conductora de un grupo situado en la elite de la alta competencia, y lo desgranó con inocultable nostalgia: los cracks ya no pueden cargarse equipos al hombro, las individualidades no pueden imponerse por encima y a pesar del juego colectivo. Habrá cracks, pero las gestas de un hombre futbolista (las que hacían Maradona, Pelé, Distefano, Platini) realizadas contra todo sentido del esquema son casi imposibles en este fútbol. Ahora el crack brilla dentro de una concepción colectiva del juego que lo respalda, pero de la que el crack no puede prescindir para dar rienda suelta a su magia, a su fantasismo. Messi en el Barcelona.

Maradona técnico hizo lo que pudo, con poco tiempo y con todos los fantasmas que asuelan al futbol argentino de los últimos veinte años en los que las esquirlas del duelo menottismo- bilardismo no dejó de obturar el nacimiento de visiones del juego que necesitan superar aquel poronguismo de egos. Ni Passarella, ni Bielsa, ni Pekerman, ni Maradona ahora pudieron escapar a la hibridación conceptual que dejó aquel confronte de modos de llegar al éxito mundialista. Bilardo no debió estar en este cuerpo técnico, y si lo estuvo es porque en su figura ajada todavía se siente la reminiscencia del reaseguro ante la falta de certezas futbolísticas que establezcan una ruptura. La supuesta vigencia de Bilardo como padre padrone  y no como prócer de museo (ídem Menotti) es la persistencia de una duda que el fútbol argentino debe saldar. Y Maradona, a pesar de su personalidad avasallante, navegó entre aquel 4-4-2 que sirvió para ganarle a grandes como Alemania y Francia en instancias amistosas y el 5-5 que le pedía la sobreoferta ofensiva que quizás ninguna selección tiene, exitoso frente a rivales mundialistas chicos y sin vocación de ataque y de disputa mediocampista. Un dilema que no puede recaer sólo sobre Maradona: Pekerman fue un teórico del buen juego pero dejó a Messi en el banco final de 2006, y Bielsa, ese ídolo del progresismo político que se lanzó a escribir teorías del fútbol y que nos hizo creer que amontonar gente en ataque era ser ofensivo, prescindió de Riquelme en su época más potable.

El fútbol cambió, y el buen juego no lo garantizan ni el lirismo, ni la fiebre táctica y los videos: pero se siguen reproduciendo discusiones estériles como las de Angel Cappa y la sobreactuación retórica de un “fútbol de izquierda” y cierto establishment periodístico deportivo que hace la glorificación anacrónica del bilardismo. Ni Cappa puede explicar la ingeniería defensiva y el ataque fulminante con precisión y velocidad del Inter de Mourinho, ni ese periodismo puede aceptar el juego asociado de estrellas del Barcelona.

Lo de Maradona es digno, no es un fracaso. Pero la derrota con Alemania fue inapelable, y es necesario hacer una autocrítica. Hay jugadores, no hubo equipo. El éxito en la alta competencia hoy sólo es posible con un plan colectivo de juego (más ofensivo, más defensivo, son gustos) que haga fluir el fútbol de un crack al que ya no le alcanza con gambetearse a tres para quedar de cara al gol. A Messi se le pide lo imposible: que sea como Maradona en un fútbol que ya no permite la épica de lo que Maradona hizo como jugador, porque el juego cambió. Eso no es culpa de Messi. El crack necesita del apoyo colectivo de sus compañeros. No un apoyo moral, un apoyo en el juego: porque Messi hubiera sido más fenómeno si Tévez e Higuaín le arrastraban marca para generarle el espacio, o si le picaban volantes vacíos por los costados para descargar. Esa concepción colectiva que no tuvo la selección menguó a Messi y lo fue situando en el poco propicio terreno del salvador. Salvanos, pibe, se rezó. Se empezó a invocar  más la fe que el juego para tratar de ganarle a Alemania. Y el problema no es Maradona, que hizo lo lógico cuando tenés poco tiempo y un equipo sin armar: le dio al inflador anímico, trató de crear mística, de fortalecer lo mejor de esta selección (su poderío ofensivo) desde lo mental y lo futbolístico (y en parte lo logró), y afrontar un sprint de siete partidos lo más arriba posible. Punto.

Para mí, un equipo juega bien cuando le fluye el fútbol. En este Mundial mediocre, los que más fluyeron fútbol fueron Alemania y Brasil. Y otra: Italia no jugó mal, ni fue defensiva. Argentina necesita un proyecto de juego (no “una suma de individualidades”) que les deje chorrear fútbol a los Messi, los Agüero, los Pastore, los Tévez. Con Maradona, o con el que sea. Con México y con Alemania, Argentina sufrió en vez de disfrutar el juego, no le fluyó nada. Los híbridos y los injertos tácticos deben morir. El fútbol argentino lo viene pidiendo desde hace veinte años.