miércoles, 21 de julio de 2010

Afinidades Electivas


Los trazos complejos del kirchnerismo que hicieron visible una zanja de autonomía decisionista estatal frente a sectores económicos que estaban habituados a la “conversa” de algunas cuestiones que tradicionalmente se definían en el campo político, corre el riesgo de banalizarse por la repetición autómata (casi irresponsable, un uso de relleno discursivo) de un indiscernible concepto integral que se narra ansiosamente como “lucha contra las corporaciones”. Bueno, lo cierto es que esa autonomía lograda por Kirchner para que la política decida con menos apremio algunas cuestiones relacionadas con la supervivencia del Estado en áreas neurálgicas y la expansión de su función a tierras áridas de las que se había ido retirando progresivamente, no tiene mucho (por no decir nada) que ver con lo que hoy se busca fraguar como sello lacrado kirchnerista: una lucha plantar contra las corporaciones. No habría que perder de vista que esa autonomía fue posible (más allá de la decisión de Kirchner) gracias al Estado liviano (me refiero a la operatividad administrativa y no a sus carencias patrimoniales) que dejó Menem, y a una modificación de las alianzas económicas a partir de las que todo gobierno planifica una mínima idea de gobernanza con la que arrancar. En el caso de Kirchner, esa decisión política (con qué sectores económicos aliarse) estuvo digitada por una puja anterior, crucial para el destino del país pero poco estudiada y narrada por el periodismo y las ciencias sociales, más ocupados en aquel momento por la ficción asambleística y las llamaradas callejeras: la pulseada entre dolarizadores (el menemismo residual, la derecha política, las privatizadas y los bancos) y devaluacionistas (Alfonsín, Duhalde, los industriales, la CGT, la Iglesia ) que iba a definir el rumbo económico de los próximos diez años, y que parió al modelo kirchnerista. Se podría decir que el primer triunfo de la política sucedió con el resultado de esa puja de rosca y escritorio sin una atractiva ornamentación popular detrás.

La autonomía decisionista sirve para la producción de gobernabilidad; esto a mi modo de ver significa enfocar todos los cañones de la operatividad estatal para que filtre por  los intersticios que van llevando a las zonas huérfanas donde el Estado es desconocido. Se trata de producir gestión (lo que implica producir cuadros para actuar con cintura en circunstancias poco previstas: hoy inclusive el peronismo tiene déficits alarmantes en ese rubro, no hablemos ya de los otros partidos políticos) y hechos que sólo después de allanar el campo minado pueden dar lugar a la  construcción de un relato.

Pero ese goteo estatal hacia la postergación más abismada está anudado con las formas de organización  y acercamiento que desde la política se eligen para entablar la relación con la sociedad lumpen (un anclaje que es básicamente idiosincrásico, y donde el abordaje ético que proponen las formaciones partidocráticas hace agua) y que nunca pone al Estado directamente de cara al pobre; existen mediaciones que tramitar, y que merecen una discusión política profunda. Esa discusión es la que todos los progresismos (inclusive los más realpolitiker y nacanpopistas) rehúyen dar frente al peronismo realmente existente.

La llaga abierta de este debate obturado la representan los dos millones de pibes que todavía no cobran la asignación universal por hijo. Objetivamente, la Argentina va a ser un mejor país cuando los pibes cobren esa guita, y la autonomía lograda por el Estado en estos años debería concentrarse en ver cómo carajo saldar operativamente esta vergüenza (la vergüenza es que esté la guita para pagar la AUH, y que no se pague porque el gobierno no sabe cómo canalizar el beneficio) y no en declamar alegremente cuantos centímetros de pija le puso adentro Néstor “al poder y las corporaciones”. Nos cojimos a Clarín, a las FFAA, a la Iglesia, pero por prejuicios y elitismo intelectual no le podemos garpar 180 pesitos a dos millones de pendejos.

Las razones por las que no se debate un plan nacional de seguridad, la gradación del 82%, una reforma educativa (pedagógica y no de financiamiento), la facilitación de la llegada del sistema sanitario al pobre, el blanqueo laboral, un plan de desarrollo nacional para ampliar la base productiva hoy atascada, la revisión estructural del servicio de transporte urbano (que mejoró, pero sigue siendo de muy baja calidad), la cualificación y el alcance de las prestaciones de la asistencia social, las desconozco. Yo creo que el gobierno todavía puede centrar su agenda en estos “tres o cuatro temitas en los que todos vamos a estar de acuerdo”. Las trabas para la expansión de la AUH al pobrerío no las colocaron las corporaciones; ahí hay un problema político que debe ser urgentemente resuelto, pero que al hacerlo desnudaría las falencias conceptuales que los Kirchner mantienen en este delicado rubro, y que a lo largo de ocho años hace que la relación del gobierno con la población más pobre sea esquiva, errática y con altos grados de indiferencia. Recordemos que esto tuvo efectos electorales, ya que un aspecto no menor de la derrota del 28J hay que rastrearla en el hecho de que “faltó clientelismo” (Artemio López dixit).

El inconveniente político que hoy afrontan los Kirchner no está tanto en lo que haga o deje de hacer la oposición, sino en la eventual consolidación de una programática minoritaria con fuerte intensidad ideológica que se parezca en términos estrictamente políticos (y no éticos) a una eufórica épica de la derrota.

Aún cuando uno coincida con el copyright kirchnerista que enumera Sebastián en este texto de La Barbarie, no podemos dejar de señalar que todo ese acervo ya pertenece a un pasado político inmediato que sería infantil no aceptar, si se piensa en el futuro. Uno también puede comprender la textura emotiva que fluye de la escritura de Sebastián (y comprender las afinidades electivas que producen esa emoción), pero lo que no se puede hacer es obligar a que los otros crean que ese clima emocional es la realidad por la que transita cotidianamente una mayoría popular. En un punto, Sebastián es consciente de esta preocupación cuando se pregunta por los “nuevos problemas que yo no sé si el kirchnnerismo puede resolver ¿Qué hacemos con los trabajadores no sindicalizados que no pueden protegerse de la inflación? ¿Como institucionalizamos la asignación universal compatible con una macroeconomía sostenible?”; bueno, esto que es narrado casi al paso en el texto es sobre lo que la mayoría de la población va a votar en 2011, y pesa más en la balanza del debate. Mucho más que cualquier panegírico que pueda escribirse sobre lo que es o fue el kirchnerismo. La política nunca cesa.

Lo que veo como una mala señal es que cada vez más dirigentes y militantes kirchneristas repitan con ansiedad o con mecanicidad la palabra “corporaciones” casi a modo de justificación epocal, como si el sintagma “plantarse frente a los poderes” fuera sinónimo de gobernar bien y de “merecemos otra oportunidad”. Además de afirmar ciertas afinidades electivas, este discurso blinda los estrechos márgenes que hicieron históricamente a una política de minorías, y en el peor de los casos nos puede exponer a una inmolación electoral indigna de la cultura política del peronismo (esa tensión existe). No se puede negar que de consolidarse este rumbo, ello traería consigo la naturalización de los argumentos y las formas de comportamiento político que caracterizan a las minorías políticas: algo poco recomendable porque además de empobrecer el tránsito del debate, lo pueblan de cargas irritantes y de poca eficacia política. Lo que sucedió con el debate del matrimonio homosexual es claro: como dijo Cristina, la mayoría de la sociedad no lo vivió con dramaticidad.

Pero las tribunas políticas que llevaron la batuta del debate (tanto a favor como en contra) sí dramatizaron, sí exageraron, sí gastaron mucha pólvora frente a un tema que no lo ameritaba.

Leí en varios blogs que la aprobación del matrimonio homosexual nos hace un mejor país. No creo que sea para tanto, y este descalce interpretativo es el que me preocupa, porque parece extenderse a varios temas que después van a estar en la venta electoral. Sebastián agrega que “La discusión sobre el aborto legal está más cerca hoy que ganamos que si no hubiéramos ganado.” Yo creo que es exactamente al revés, básicamente por la inclusión de argumentos perimidos y contraindicados en la discusión, como el anticlericalismo.

Me gustaría compartir el comentario de Agustina a ese post de Sebastián, porque sintetiza con justeza lo que uno piensa sobre el desenvolvimiento que adquirió el tema:

Sebastián, conmueve tu optimismo pero no estoy segura de que la sanción de la ley de matrimonio gay nos haya hecho un país mejor. No dudo de la enorme distancia que se avanza en lo que a reconocimiento de derechos e inclusión implica, pero lo cierto es que,– y creo que lo entrevés cuando te preguntás por los trabajadores no sindicalizados – los que se benefician son más bien algunos de los integrantes de las clases media y media alta, que son quienes se casan, tienen obra social para compartir, bienes para conformar un acervo hereditario, pertenecen al sector que puede dejar una pensión y que puede pagarle a un abogado para que le siga los eternamente engorrosos trámites de adopción –otro asunto que debería tratarse urgentemente, y tal vez hasta conjuntamente con la ley de aborto, después de todo el nacimiento y la muerte son dos caras de la misma moneda-, pero la exclusión más tremenda – la de la pobreza – sigue sin ser resuelta.

Como país creo que nos falta mucho todavía. Y creo que más que discutir dogmas, convendría trascenderlos, que es lo único que nos iguala realmente.

Termina no habiendo diferencias esenciales entre los dogmas católicos y los dogmas políticos, por cuanto ambos se refieren a doctrinas que no admiten réplica, y más o menos así estamos haciendo política también (“no vale decir” es un dogma que recuerda a los diez mandamientos. Se supone que en democracia cada uno puede decir lo que quiere). Por momentos parecía que la intolerancia se había adueñado del debate.

Como ví estos días, lo que está atrás es débil y ya no puede moverse. Te pregunto, por que no lo sé, ¿tiene sentido hablar de amor libre en democracia y a la vez plantear batallas que dividen a la misma sociedad para la que se proclama el triunfo de los derechos humanos y el amor libre? Mmmm… batallas que se ganan, sectores que “perdieron” y amor y derechos humanos parecen ser términos excluyentes entre sí.

Y, vamos, que enfrentarse con la Iglesia tampoco es un gran mérito; y si la mejor democracia es la que construye mayorías políticas, también es la que respeta minorías que piensan de otra manera. Entonces, guarda con hacer tanta fiesta con esto de que le ganaron a la Iglesia, porque dentro de esa Iglesia hay muchos argentinos – laicos y religiosos – que hoy no se sienten tan respetados en sus creencias – por no decir heridos en sus fueros internos –, y esto sí que es borrar con el codo lo que se escribió con la mano.

Si se le critica a la Iglesia la intolerancia, la discriminación y el anacronismo que representa pronunciarse en contra del matrimonio homosexual, pagarle con la misma moneda no es más que volver a los tiempos anteriores a la ley del Talión. (…) En fin, Sebastián, comparto tu entusiasmo por este logro, pero conviene no maximizar el éxito y no dejar de lado todo lo que hay que hacer todavía, porque el resultado fue bueno, pero el proceso no lo fue tanto.”