La política y el fútbol no tienen nada que ver. Aún con todos los fastos negociales que el capitalismo tardío dejó recaer sobre el fútbol, sólo se trata de un juego que dura noventa minutos y disputan veintidós tipos que viven de eso.
Yo no suelo escribir de fútbol, porque me parece un tema muy serio, difícil de banalizar a través de afirmaciones voluntaristas y opinionismo al paso. Hay una faceta del fútbol (la de su comprensión estratégica como juego) que es bastante elitista. Y está bien que así sea. Esa es la razón por la cual el 70% de los periodistas deportivos no saben de fútbol, y gran parte de la ciudadanía (la que no es aficionada al fútbol más allá de los 30 días que cada cuatro años ocupa un Mundial) opina con énfasis y genuino ardor patrio, pero sin el compromiso de analizar las mil y una facetas de un juego tan fascinante como ingrato.
Quizá la clave de la actualidad que vive el fútbol la haya señalado Maradona en la conferencia de prensa posterior a la golpiza alemana. Creo que Maradona se dio cuenta de esa realidad durante esta estadía conductora de un grupo situado en la elite de la alta competencia, y lo desgranó con inocultable nostalgia: los cracks ya no pueden cargarse equipos al hombro, las individualidades no pueden imponerse por encima y a pesar del juego colectivo. Habrá cracks, pero las gestas de un hombre futbolista (las que hacían Maradona, Pelé, Distefano, Platini) realizadas contra todo sentido del esquema son casi imposibles en este fútbol. Ahora el crack brilla dentro de una concepción colectiva del juego que lo respalda, pero de la que el crack no puede prescindir para dar rienda suelta a su magia, a su fantasismo. Messi en el Barcelona.
Maradona técnico hizo lo que pudo, con poco tiempo y con todos los fantasmas que asuelan al futbol argentino de los últimos veinte años en los que las esquirlas del duelo menottismo- bilardismo no dejó de obturar el nacimiento de visiones del juego que necesitan superar aquel poronguismo de egos. Ni Passarella, ni Bielsa, ni Pekerman, ni Maradona ahora pudieron escapar a la hibridación conceptual que dejó aquel confronte de modos de llegar al éxito mundialista. Bilardo no debió estar en este cuerpo técnico, y si lo estuvo es porque en su figura ajada todavía se siente la reminiscencia del reaseguro ante la falta de certezas futbolísticas que establezcan una ruptura. La supuesta vigencia de Bilardo como padre padrone y no como prócer de museo (ídem Menotti) es la persistencia de una duda que el fútbol argentino debe saldar. Y Maradona, a pesar de su personalidad avasallante, navegó entre aquel 4-4-2 que sirvió para ganarle a grandes como Alemania y Francia en instancias amistosas y el 5-5 que le pedía la sobreoferta ofensiva que quizás ninguna selección tiene, exitoso frente a rivales mundialistas chicos y sin vocación de ataque y de disputa mediocampista. Un dilema que no puede recaer sólo sobre Maradona: Pekerman fue un teórico del buen juego pero dejó a Messi en el banco final de 2006, y Bielsa, ese ídolo del progresismo político que se lanzó a escribir teorías del fútbol y que nos hizo creer que amontonar gente en ataque era ser ofensivo, prescindió de Riquelme en su época más potable.
El fútbol cambió, y el buen juego no lo garantizan ni el lirismo, ni la fiebre táctica y los videos: pero se siguen reproduciendo discusiones estériles como las de Angel Cappa y la sobreactuación retórica de un “fútbol de izquierda” y cierto establishment periodístico deportivo que hace la glorificación anacrónica del bilardismo. Ni Cappa puede explicar la ingeniería defensiva y el ataque fulminante con precisión y velocidad del Inter de Mourinho, ni ese periodismo puede aceptar el juego asociado de estrellas del Barcelona.
Lo de Maradona es digno, no es un fracaso. Pero la derrota con Alemania fue inapelable, y es necesario hacer una autocrítica. Hay jugadores, no hubo equipo. El éxito en la alta competencia hoy sólo es posible con un plan colectivo de juego (más ofensivo, más defensivo, son gustos) que haga fluir el fútbol de un crack al que ya no le alcanza con gambetearse a tres para quedar de cara al gol. A Messi se le pide lo imposible: que sea como Maradona en un fútbol que ya no permite la épica de lo que Maradona hizo como jugador, porque el juego cambió. Eso no es culpa de Messi. El crack necesita del apoyo colectivo de sus compañeros. No un apoyo moral, un apoyo en el juego: porque Messi hubiera sido más fenómeno si Tévez e Higuaín le arrastraban marca para generarle el espacio, o si le picaban volantes vacíos por los costados para descargar. Esa concepción colectiva que no tuvo la selección menguó a Messi y lo fue situando en el poco propicio terreno del salvador. Salvanos, pibe, se rezó. Se empezó a invocar más la fe que el juego para tratar de ganarle a Alemania. Y el problema no es Maradona, que hizo lo lógico cuando tenés poco tiempo y un equipo sin armar: le dio al inflador anímico, trató de crear mística, de fortalecer lo mejor de esta selección (su poderío ofensivo) desde lo mental y lo futbolístico (y en parte lo logró), y afrontar un sprint de siete partidos lo más arriba posible. Punto.
Para mí, un equipo juega bien cuando le fluye el fútbol. En este Mundial mediocre, los que más fluyeron fútbol fueron Alemania y Brasil. Y otra: Italia no jugó mal, ni fue defensiva. Argentina necesita un proyecto de juego (no “una suma de individualidades”) que les deje chorrear fútbol a los Messi, los Agüero, los Pastore, los Tévez. Con Maradona, o con el que sea. Con México y con Alemania, Argentina sufrió en vez de disfrutar el juego, no le fluyó nada. Los híbridos y los injertos tácticos deben morir. El fútbol argentino lo viene pidiendo desde hace veinte años.