“…Al entrar en su diminuta oficina veo un póster que dice "el hambre es un crimen" y la pared abarrotada de fotos. Entre todas descubro a
(…) Es un ochentista, parte de la generación de las Malvinas, y nunca vio como un asunto ideológico su "opción por los pobres". Admira tanto a Mugica y Angelelli como a Don Bosco y Bergoglio.”
(…) Pero está muy solo. Únicamente lo acompañan sus feligreses, que lo adoran, los otros curitas y su obispo. El cardenal Bergoglio lo visita seguido. Viene en colectivo hasta la villa y confraterniza con los hombres y mujeres de la capilla de
La crónica de Fernández Díaz es una pieza de orfebrería atractiva, si es que nos interesa ambientarnos en los pliegues respiratorios del material para una política popular tantas veces declamada desde auditorios políticos, pero tan poco practicada en el áspero cuerpo a cuerpo.
Habría que moderar la euforia razonable que provoca la llegada del Estado a espacios de la vida cotidiana de los que se había retirado durante varias generaciones de pendejos nacidos y criados durante los ochenta y noventa; se trata de un retorno precario pero efectivo en aquellos rubros que el Estado sostuvo como mínima capacidad instalada para justificar su existencia en los manuales de teoría política. Por eso lo que efectivamente retornó desde 2002 para acá fue una política laboral admirable que levantó el piso de las convenciones colectivas y de los índices salariales, y una recomposición de la cobertura previsional para desactivar una bomba social que permanecía fuera del sistema de visibilidad estatal. La galvanización de este umbral reparatorio pertenece al copyright kirchnerista, sin que esto merezca mayores debates, refrendas electorales mediante.
Pero aquella escena recobrada ya no es la evocable para justificar un hándicap político que se quiere hacer valer hacia el futuro; y ya no es evocable porque la cuestión social nacional vive un salto de pantalla que la sociedad no expresa todavía claramente, pero se acerca a las zonas resbaladizas a las cuales el Estado no llega. Todo lo demás, lo que se sigue sacudiendo con vehemencia como innegable copyright, está bastante amortizado electoralmente. Cualquier estrategia de los presidenciables del 2011 debiera tenerlo muy claro.
Es decir, la cosa avanzó hasta donde lo permitió la operatividad instalada que le quedó al Estado: por eso la implementación de la asignación universal por hijo es tan dificultosa, y por eso la llegada del Estado a los núcleos sociales más hundidos se nota poco, cuando no se nota. El kirchnerismo acercó el Estado a los que estaban más cerca de la banquina post-
La producción política del kirchnerismo se encargó de ocupar corredores estatales que se habían deshabitado, pero la agenda social del 2011 propone otra sensación térmica, todavía no abordada: cómo y quiénes van a crear Estado allí donde no lo hay, ni lo puede haber en el corto plazo, y donde su necesidad de presencia es cada vez más intensa.
Sectores populares pidiendo Estado, quién lo hubiera dicho. La creación de Estado se enlaza ineludiblemente con las formas de organización política que concebimos como más beneficiosas para los pobres; no hablo tanto de una cosmovisión ideológica (porque allí campearía la buena conciencia, y todos estaríamos de acuerdo), sino de concepciones operativas que hagan que una política popular se realice, o no. La opinión que tengamos del llamado “clientelismo”, por ejemplo, es gravitante.
Cuando hablamos de creación de Estado, nos referimos a presencia territorial efectiva en la vida cotidiana, no al “programa de prevención de adicciones” que figura como partida presupuestaria del ministerio de Acción Social. Porque presencia programática del Estado hay a cagarse. Lo que falta es otra cosa.
El padre Pepe Di Paola presentó el documento elaborado por los curas villeros sobre la situación del paco en la villa 21: ese texto es la clave de bóveda para cualquier política popular que a algún político le interese practicar. Yo me alegro de que se sigan firmando convenios para reajustar salario: me alegro de que los empleados de comercio consigan el 29%, los estatales el 21%, los camioneros el 25%, los gastronomicos el 35%, pero hay otro sector de la sociedad que es el que tarde o temprano impondrá su agenda, y malo sería no estar preparados. Hay modos muy turbulentos de pedir
El documento de los curas villeros pide ante todo, la escucha de las palabras del pobre (atención, Alicia): “…vemos que para que nuestra legislación tenga en cuenta a los pobres, incluso para juzgar o para armar las instituciones, el primer paso indispensable es la escucha. La escucha es apertura, lo contrario a las cerrazones dogmáticas de la ideología. Urge ponerla en práctica en este campo en que los extremos ideológicos coinciden en una falsa concepción de la libertad. Parece un sarcasmo, en los volquetes de la villa, entre la basura, hay chiquitos de diez, o tal vez menos años consumiendo paco. Hay nenas de catorce prostituyéndose, por la misma causa. Les preguntan si se quieren recuperar, los mismos que obligan a sus hijos que tienen la misma edad a ir a la escuela, al médico o al dentista. A ellos les preguntan. En nombre de la libertad, piensan que llevarlos a un hogar contra su voluntad es represión, y no entienden que la droga los hiere justamente en la libertad. Hay que vivir en la villa para escuchar su llanto, suele ser de noche, cuando llueve, cuando hace frío, cuando tienen hambre, cuando todas las dependencias del estado están cerradas. Ahí piden que se los ayude, que necesitan un hogar, recuperarse. (…) Sólo escuchando podremos superar las antinomias ideológicas. En esta materia están de sobra. La escucha es apertura que vence a la cerrazón. Los errores de la cerrazón se pagan demasiado caros. Nos detenemos a pensar lo que se pierde si no vemos el problema y tomamos el toro por las astas. Pierden los adictos que terminan arrastrando una vida hecha girones que habitualmente termina antes de tiempo y de modo violento; pierden sus familias, sus padres que hasta llegan a abandonar el trabajo para cuidar la casa y lo poco que tienen para protegerlo de su adicto, los hermanitos que abandonan la escuela cuando el adicto les vendió los libros, delantal y zapatillas. Alcanza mirar el Calvario que viven a diario las Madres del Paco, y todas las madres y padres, que aunque no estén organizados, recorren a diario el vía crucis de la adicción. Pierden también los hijos de los adictos – casi todos tienen hijos – que quedan expuestos a la intemperie, que muchas veces son vendidos, olvidados, abandonados en noches de gira; pierde el barrio, víctima de violencias demenciales, de robos reiterados, de muertes. Cada tanto, pierde también el resto de la sociedad, cuando – cada vez más – lo peor de este mundo perverso sale del su encierro y toca a alguien de afuera, entonces la sangre tiñe las rotativas de los diarios y el tema ocupa primeras planas. Pierde el que vende, que termina enganchado, o sus hijos. Pierde el que compra, la vida. Pierde el que trabaja, el que no tiene nada que ver en el asunto, pierde el que está sano. Pierde el Estado que gasta los dineros públicos, debe hacerlo, pero no le encuentra la vuelta. Pierde