La desconfianza depositada en el progresismo partidario de De la Rúa hacía que, en esos días, ningún negro te aceptara una puta Lecop, pero casi que se meaban si lo que tenías para repartir era el masivo Patacón justicialista de Ruckauf.
Y hacían cola de noche, tiradas con pendejos chirriantes y poco solícitos al silencio de la pobreza que actuaban, a la espera matutina del clientelismo de un Plan Jefes y Jefas de Hogar. Y si los 150 eran en Lecops y no en Patacones, las negras venían a reclamar, qué las lecops en el barrio no se las aceptaban, qué en el banco no se las cambiaban, qué eso no era la plata, y no sé que mierda más, te decían Luciano quiero patacones, hacé algo, y yo estaba bastante hinchado las pelotas, patacones no hay. Hinchado las pelotas porque me debían tres meses de sueldo, pero otros cobraban en tiempo y forma y declaraban con voz engolada al periodismo que las arcas municipales se encontraban en un estado terminal, como si se tratara de un cáncer financiero, de una metástasis administrativa irresoluble. Y acaso lo era, pero ellos no tenían que bancarse a las negras en queja paulatina.
A veces nos resguardábamos en la oficina, era como darse morfina y olvidar, evitar que te jodieran por el rato que tardaban en golpearte la puerta otra vez. Poníamos Daft Punk en la computadora: recién salía Discovery, un discazo que admitía los sampleos más modernos del dance trance noventista (con la Convertibilidad –sí, con mayúscula- se bailaba mejor) sin suprimir la herencia del disco clásico setentista y el synth-pop cuasi-gay ochentista. Con ese punchi-punchi macabro de fondo, recibíamos a nuestro puntero favorito, el negro Claudio. Solía llegar después del mediodía, después de levantarse, cogerse a la esposa, y comer. Luciano, mañana te traigo a las chicas, decía y se cagaba de risa: las chicas eran la tira de madres solteras del barrio que tenían que anotarse para cobrar el plan, a varias de las cuales el negro Claudio ya se había garchado por amor y por la habitualidad de la convivencia territorial. Claudio les pagaba el bondi y las traía hasta la oficina, o las chicas se extraviaban irremediablemente. Entonces la Rusa (rubia, casi 40, muy firme de carácter y de culo) le decía con esa voz aguda que se le aflautaba inexplicablemente hacia el final de cada frase que pronunciaba bajo el efecto de la ira,
¡nene,
paraquecarajotedoylasplanillassinolas
anotásquefirmenymetraéstodo
vospelotudodemierdalaburá
pajeronometraigásalasminasacá!
La Rusa laburaba conmigo, era un crack; más bien debería decir que yo laburaba con ella: te desactivaba cualquier quilombo. Además era mujer, rubia, ojos claros, buen lomo y cuando había que ir a pedir (morfi, medicamentos, planes, chapas) sensibilizaba más a los jefes de departamento, los directores, los sub y los secretarios. La Rusa era un perro de presa que no te dejaba en paz hasta que no se solucionaba el problema: yo creo que su formación católica ayudaba a afirmar su intransigencia por el pobre, a veces con conductas inexplicables. La Rusa portaba el mesianismo pos-montonerista en opción por las frazadas, y no por los fusiles que predominó a partir de septiembre de 1973 hasta el día en que yo nací.
Y cuando la Rusa se calentaba, nuestro puntero favorito se reía, le decía que se tranquilizara, se le acercaba para acentuar la joda y me obligaba a un pará, boludo que largaba después de cortar la risa. Una vez un asesor de un concejal cayó a la oficina medio en pedo y tocó a la Rusa, ella le enrostró una piña y hubo que limpiar el charquito de sangre que quedó en el piso. Desde ese día, acentué mi espíritu preventivo. Eran días de mierda, sin Estado (a.k.a. inestabilidad institucional), sin guita en el bolsillo y los punteros no dejaban de traer gente para emplanillar, siempre más minas que tipos. Algunos hombres tenían vergüenza de venir a pedir el plan: llegaban a la oficina como quién mira vidrieras en un shopping, “para averiguar para un amigo”, y cuando entraban en confianza (uno se la daba, no quedaba otra) se largaban con la vida de trabajo perdida, qué no conseguían nada, el lagrimeo y por fin el llanto, el quejido que avanzaba desintegrando las palabras, ya no se entendía lo que querían decir, todo trocaba en ecolalias marginales, el clima se hacia denso, insoportable, los hacíamos firmar para que se fueran lo antes posible a llorar a otra parte, porque en la fila todavía quedaban muchos llantos que escuchar y ver. A veces aparecía algún concejal microclimático que te pedía que le hicieras un proyecto de ordenanza para cambiar el nombre de cualquier calle periférica por José Ignacio Rucci y yo le decía lo que él veía: pero hay gente, concejal, y él te contestaba: ¿y?
Un día el negro Claudio nos contó que, además de a su esposa y a las chicas, se garchaba a los travestis y los putos de su barrio (bah, una villa casi) a cambio de dinero. ¿Con lo que te pagamos no te alcanza? le dije y hasta la Rusa se rió, aunque como católica practicante rechazaba la política sexual de nuestro puntero. Claudio decía que los travestis de la villa son muy feos, que no tienen guita para operarse o producirse, y nadie se los quiere coger. Con los putos, igual. Nos aclaraba que él no era puto, que no se bancaba a los trolos y travas, que se los cogía si le pagaban, sino no. Era una tarde inusualmente tranquila, la oficina sin gente, sin pobres, sin mal olor, sin quejas, sin gritos, sin estrés. La Rusa se destapó y narró intimidades: que la primera pija que vio fue la del marido, que no sabía que la pija se paraba, que el primer polvo con el marido fue horrible, que le dolió y ahí ya quedó embarazada de su única hija. Yo me debatía entre la estupefacción y la carcajada contenida, y nuestro puntero favorito olfateó sangre, buscó precisiones entre bromas, ella era un manantial de inocencia y largaba como loca, no puede ser que no sepas, Rusa le advertía Claudio con la sonrisa en los labios y en los ojos, el instinto asesino a pleno. Antes de empezar a preocuparme, nos interrumpió el secretario de bloque del Concejo Deliberante, un amigo.
- Se está incendiando el auto del intendente interino en el playón.
Nos fuimos los cuatro juntos.