martes, 22 de septiembre de 2009

La Oficina de Claudia Bello

“¿Por qué fue posible hacer una sátira política del menemismo y ahora resulta ineficaz artísticamente hacer una del kirchnerismo? Esa es la gran pregunta para los políticos e intelectuales que se la pasan pensando el país.”

Andrea Del Boca, actriz del Régimen.


En una pieza acá al lado, una familia hacinada está mirando la vida de los otros. Una familia mixta (civilizada y bárbara) debió reducirse a un cuarto resquebrajado por goteras y humedades, y a dormir por tandas por estrictas razones adquisitivas: una tarde lluviosa, 24 de marzo de 1989, en la que lo único evocable era la llaga social hiperinflacionaria y no los acotados espectros de céntricas siluetas.

Alguien debería escribir de qué magnitud es la pulverización del costumbrismo socio-económico popular que deja a su paso el tornado inflacionario para entender luego la lógica de los requerimientos sociales posteriores: el Pueblo es primero que nadie (que ninguna facción fachista, por ejemplo) quién solicita un Orden porque es el primero en acercarse a sus sufrimientos y urgencias reales, y no lo suele expresar en estentóreas declaraciones de principios leídas en organizados mitines, sino en hechos.

López Rega no se tuvo que ir por los fiambres de la triple a, sino por promover el rodrigazo: la multitud de julio del ´75 era la misma que venía pidiendo leña para la ya consolidada patrulla montoerpiana al gobierno de Isabel. En la zafra tucumana también se pedía trabajo, pan y paz. El decreto de aniquilación se empezó a analizar en otro tiempo y en otros salones de la tertulia política, en lugares asépticos adonde ningún conscripto del operativo independencia fue llamado a testimoniar: yo estoy con Pasolini. ¿Cuántas cosas hay que esa gran novela francesa de la neurosis no nos cuenta?

Alfonsín no se tuvo que ir por el punto final y la obediencia debida o por la puesta en escena de La Tablada, sino por la hiperinflación, por mirar la economía y el subsuelo por detrás de un vidrio oscuro.

La satanización del barroco menemista (versace, convertibilidad y poder adquisitvo) fue algo más que eso, y por tanto son hoy las mismas voces y argumentos los que se alzan a fiscalizar con el redentorio moralismo de siempre. Los politólogos y sociólogos que estudiaron y se graduaron durante la década democrática de los noventa deberían ser fervientes menemistas.

Prefirieron cultivar la obsesión fogosa con el menemismo. Lo compararon con la dictadura, hablaron de un “genocidio económico”, hicieron del “neoliberalismo” un drama ibseniano revisitado hasta el empalagamiento, endilgaron “la maldita derechización” de la sociedad a irreparables acciones dictatoriales, desarrollaron una industria discursiva de la frustración, le cantaron un “no va más” a los comportamientos electorales del pueblo: lo degradaron porque votaba constantemente a Menem, y no hicieron mayores indagaciones que pudieran acarrear acaso el riesgo de abandonar esa habitación retórica en la que se proyectaba el arco iris embalsamado de un lejano veinticinco de mayo.

Detrás de esta tempestad enunciativa con clivajes político-moralistas, el progresismo intelectual (universitario, académico) buscó negar la compleja mutación de la trama de dolencias y horizontes populares que se homologaban en el voto a Menem. Pero la fanfarria anti-neoliberal contribuyó también a ocultar una situación evidente: que todo ese progresismo universitario hizo un aprovechamiento concreto y vital de las políticas culturales y económicas establecidas por el peronismo menemista. Fueron colosales los beneficios obtenidos por planteles educativos, culturales, políticos y periodísticos de idiosincrasia progresista durante “los trágicos años del despojo neoliberal”. Una recua de sociólogos, politólogos, cuentistas sociales y de la educación, filósofos y licenciados que construyeron carreras y bibliografías en base a becas, pasantías, masterizaciones, programas de investigación y ponencias enteramente financiadas por el Banco Mundial y el FMI, pero que esquizofrénicamente decidieron agradecer los logros menemistas elaborando el relato cultural que además de demonizar al menemismo, declaraba “culpable” al peronismo real de la época y lo quería condenar (vaya novedad) a reclusión perpetua. Esto comprueba, además, que no es sólo la clase media conservadora la que se indispone con el peronismo. Menem era progresista pero sus hijos no querían admitirlo: durante aquellos años le fue bien a gente que no era de derecha.

Esa intelligentzia de izquierda forjada e instituida bajo incentivo menemista pero que públicamente adoptó los ropajes del visceral rechazo ideológico a la mano que le dio de comer fue el preludio cultural de una generación política que comenzó a impugnar las ideologías y las formas de construcción política de los partidos tradicionales, reclamando desde sede periodística y desde neopartidismos de derecha e izquierda que no sobrepasaban el sello de goma, la “imperiosa renovación de las formas de hacer política”. Esta fue una abstracción declamada hasta el hartazgo que en un sentido práctico ignoraba que en política ya está todo inventado.

Menem fue progresista, y designó una mujer kirchnerista para fijar los contenidos pedagógico-curriculares de la educación estatal fraguados en la usina de flacso. La compañera Susana Decibe debió ser la ministra de educación del kirchnerismo, y Filmus lo sabe: hubiera sido un acto de justicia política.

Del reclamo popular docente de la Carpa Blanca suelo recordar la amable cobertura mediática (Canal 13 era una ternura, faltó que Santo Biasatti se calzara el guardapolvo y comenzara a ayunar), tan amable como la que tuvo el reclamo agrario. Y suelo recordar que la Carpa Blanca fue automáticamente levantada cuando la coalición de centroizquierda encabezada por Fernando De la Rúa asumió el poder presidencial (pero a nadie se le ocurrió pensar en “el obstruccionismo gremial docente contra el gobierno constitucional del doctor Menem”, como sí se pensó el reclamo sindical peronista al gobierno de Alfonsín.)

Menem fue progresista y permitió gestar el mejor Consejo Nacional de la Mujer de la democracia, conducido por las mejores compañeras del peronismo de izquierda; desde allí se parió la ley de cupo y concretas políticas de género por fuera de la endogamia del claustro. Hoy, en pleno kirchnerismo, el Consejo es un triste ornamento administrativo.

Menem fue progresista y le dio laburo a los más rutilantes montos. Los educó en el trabajo administrativo del Estado que no quisieron hacer veinte años antes, y uno podía verlos deambular por la secretaría de la función pública con carpetitas y memos en la mano, domesticados y serviciales, ya eran adultos, tenían hijos y responsabilidades, había que para la olla y Menem no era de dejar a los cumpas a gamba.

No es casual que el relato anti-neoliberal haya consagrado la iconografía de Cavallo enviando a los cráneos del conicet a realizar actividades domésticas, cuando por otro lado la gestión menemista inyectaba programas de investigación (sobre todo en el área ciencias sociales) a cagarse, con “el dinero sucio de los organismos multilaterales de crédito” para jolgorio de la academia progre que viajó por el mundo gracias al festival de becas, pero que en suelo patrio se indignaban por “la exclusión social” y “la fragmentación del tejido social”.

Esa reserva moral expresó, en términos políticos, el eterno retorno a un álbum de fotografías familiares titulado “diputados de centroizquierda”, que luego de sus proverbiales fracasos retóricos (“porque el neoliberalismo causó…”) y fácticos, sigue sin animarse a abordar las causas de su chernobyl perpetuo.

Hasta Luis D´Elia se come el amague de la maquinita cultural/12, y atribuye todo los males de la Nación al monstruoso tándem dictadura-menemismo: lo que se suele enseñar en la escuelita de formación de la ceteá.

Descansando sobre la hierba escarchada, el intelectual progresista se encadena al teoricismo político de los ´70 y ´80, y transporta sus ilusorias certezas para intentar darle formato a una realidad que ya no está representada por esas premisas: en la glorieta del jardín del tiempo, el intelectual (y sus subyacencias políticas) teje una neurosis política hecha de alarmismos, teorías conspirativas y acechanzas que obliteran la sumersión en las aguas del balneario popular. Quedan en orsai, o llegan tarde a la jugada.

Vemos el sangrado lento de una matriz cultural que más que oponerse al menemismo, impugna al peronismo. Lo sigue haciendo: Aliverti aprendiendo a hacer malabares nac&pop.

Matriz cultural fuertemente autoritaria la del progresismo: portan el pendón de una buena conciencia de hierro (los que le pegan a Tomás por este gran post): se creen excluyente y neuróticamente “perjudicados” por el ajuste noventista “en educación y cultura” (los que la pasaron peor no suelen gritar), “sobrevivientes heroicos” de la dictadura militar, y “dueños de un verdad histórica” por considerarse herederos de un idealismo ilustrado y exclusivos intérpretes de la memoria de las luchas populares. Demasiado, macho. Demasiada bondad estalinista, ante la que todos los otros quedamos como irreparablemente fachos.

Pero ya hay gotas en el piso.