No sé de gays que perecieran por no acceder al matrimonio civil legal y liberal, pero sí he visto morir mujeres por abortos mal practicados a los que fueron obligadas por la veda estatal.
Allí donde una abstracta, clásica y lejana programática progresista homologaría ambos temas (uno a renglón seguido del otro en el panfleto), una política popular que ambicione rozar la epidermis estatal los diferencia, los recategoriza, y los separa.
Se ha escrito mucho sobre el aborto, se han caracterizado potentes imaginarios en su favor y en su contra y se han desarrollado rascacielos filosóficos, que luego deben ser sostenidos al costo de diluir cualquier acercamiento real al problema. Es notable como los pro y los anti, por defender posiciones a la luz de la oralidad flamígera, pierden de vista la realidad que se revela tras los bastidores del aborto no permitido. Una mujer que va a abortar no piensa en el feminismo, en el mandato divino, en “el derecho a elegir” o en “matar una vida”. Una mujer que necesita abortar (porque abortar es una necesidad, no un gusto) piensa en cómo sobrepasar todo el obstruccionismo (legal, sanitario, cultural, familiar) promovido por la situación de clandestinidad, se asesora precariamente con una prima o amiga, con el farmacéutico de la cuadra, y junta la guita. El resto lo determina la relación posmoderna entre capitalismo y salud: la que tiene más dinero tiene menos posibilidades de morir, de acuerdo a la infraestructura sanitaria que pueda pagar. Que una mujer vaya a Efectivo Sí a sacar un crédito de 5000 pesos a tasa usuraria para poder abortar en una clínica privada y no para pagar el catering de la fiesta matrimonial es algo más habitual de lo que parece; y tener luego que afrontar los avatares de una deudora morosa por sólo pretender un aborto digno, algo difícil de sobrellevar por lo injusto y doloroso que significa endeudarse para no morir.
Quienes están en contra de la despenalización del aborto quizás no comprendan que el acto de abortar es para la mujer (más allá de legalidades y puniciones) siempre dramático. Ninguna mujer sale con una sonrisa del consultorio después de un aborto exitoso: ni las chicas universitarias van al after office de Kilkenny a festejarlo, ni las niñas asalariadas del pos-conurbano van a bailar a Poupée para superar el trance. Retirar el articulado punitivo no fomentará una dionisíaca horda abortista, sino que habilitaría mejores enlaces estatales con una realidad que ya existe y que es necesario atender con el dispositivo sanitario del Estado. La legislación vigente imposibilita la llegada de ese dispositivo al problema, y por eso es necesaria la despenalización: para eliminar esa asfixia que obtura al grifo sanitario. Un análisis político realista debiera asumir que el aborto no es un problema ideológico, religioso o filosófico: a los efectos prácticos y concretos de su resolución estatal, el aborto es un problema sanitario, porque hay una ausencia de acceso igualitario y seguro al sistema de salud pública.
Algunos bienpensantes podrán decir que la solución no es despenalizar, y recomendarán la paciencia docente de la información anticonceptiva y la educación sexual. Un gesto tan loable como lejano y absurdo para una mujer que corre una carrera contra las 12 semanas que tiene para ejecutar una decisión. La realidad indica que si desde el 2000 para acá las muertes por abortos mal hechos disminuyeron, no fue tanto por la acción docente del Estado y la conciencia sexual sino por la difusión boca en boca del uso del misoprostol como abortivo de riesgo nulo. La popularidad del misoprostol surge de la tarea indagatoria de pendejas exploradoras que anotaron en su diario personal cada detalle de la atención hospitalaria recibida ante el primer aborto mal hecho. Chicas pícaras que notaron que la pastilla que les metían para inducir el sangrado completo la podían comprar, y hacer el procedimiento en casa, bien lejos de los quirófanos. El misoprostol fue un descubrimiento artesanal y autodidacta que las mujeres encontraron en una búsqueda bastante solitaria contra los obstáculos de la mudez sanitaria y la opacidad de la sanción penal, y en los vericuetos clandestinos de un médico amigo que se copaba y tiraba la data, o el farmacéutico que informaba con carpa y daba el nombre de la droga. Desde ya, en los programas de salud reproductiva esa información no estaba disponible.
Sin embargo, todavía el acceso al misoprostol no es masivo y homogéneo, ni hay una difusión informativa completa sobre su posología adecuada. Yo veo que los debates sobre el aborto son una paja inacabada de teoricismos entre pros y antis. Hablan de Dios, de
Cuando se debatió el rango legal de
Que el 30% de la mortalidad materna sea por abortos mal hechos en la clandestinidad, es decir por una prestación que el sistema de salud pública omite realizar deliberadamente, es una vergüenza difícil de explicar para quienes creemos en la centralidad política del Estado, y en su insustituibilidad reparatoria. Mi pequeña épica es que haya distribución gratuita de cajitas de misoprostol en las unidades sanitarias, en los hospitalitos vecinales, que las chicas tengan su pastillita sin yugarla, porque no lo merecen. Todo eso, mientras esperamos la despenalización.