domingo, 21 de marzo de 2010

Derechas y Anacronismos


El ciclo de charlas televisivas realizado por Daniel Filmus con una serie de presidentes latinoamericanos dejó cristalizar los temores y temblores de una región que lejos está de ser un bloque político-ideológico fundante de una etapa a impactar revolucionariamente en las epidermis y estómagos populares. A cada país los desafía una realidad muy diferente a pesar de las coincidencias ideológicas que ciertos mandatarios puedan compartir en cumbres y asados, inclusive con guitarra y repertorio de Los Olimareños y Quilapayún mediante. En todo caso, a la hora ríspida y angustiosa de la gestión de las palancas estatales lo que prevalece es la épica austera: Evo Morales pudo ensanchar la provisión de servicios públicos básicos como el gas, la energía eléctrica y agua potable a la mayoría de la población boliviana, que carecía de ellos; he aquí su mayor logro de gestión que le permitió afianzar el consenso político popular. Esto, que para la realidad boliviana es una conquista revolucionaria, no lo sería en lo más mínimo para sociedades como la uruguaya, argentina o mexicana.

El matiz revolucionario de Chávez se avista en el efusivo, ambicioso y errático intento distribucionista que marca al proceso venezolano en estos largos diez años. Es indudable que Chavez incorporó Estado de modo cualitativo ante sectores sociales que históricamente (durante los años de hegemonía escuálida) lo veían pasar detrás del vidrio, pero parecería que diez años de hegemonía política no alcanzaron para plasmar una distribución más nivelada y eficaz de los beneficios sociales: son las enormes carencias de la administración estatal chavista (desorganización y superposición de funciones y organismos de las administraciones nacionales, estaduales y municipales, creación progresiva de una burocracia política a la usanza cubana, amplios bolsones de corrupción en áreas de gestión sensibles a la mirada popular) las que pueden marcar un punto de inflexión en las tensiones hegemónicas entre chavismo y antichavismo. Pensemos que pasaría en la Argentina si se exhorta a la población a bañarse en tres minutos o se estableciera un ciclo de cortes de energía diarios como el que Chávez planteó en Venezuela: es en estos casos cuando se hace evidente el abismo estructural que existe entre un país como Argentina, con  una sociedad fuertemente construida tanto cultural como políticamente bajo presencia estatal calificada (Roca, Yrigoyen, Perón)  y Venezuela, Ecuador, Brasil o Bolivia, donde la sociedad asalariada recién le comienza a ver el rostro a un Estado complejo y con niveles de organización discutibles que en muchos casos atentan contra el abastecimiento a esos sectores populares que ideológicamente se dice representar. Quizá en este punto sea interesante apreciar lo que hizo Perón, que antes de desplegar la verba encendida que aglutinaría, organizaría y movilizaría al trabajador, desplegó una serie de silenciosos estímulos concretos de directo impacto en la vida popular desde el modesto Departamento de Trabajo y Previsión. Luego de levantar y consolidar la base de bienestar social (inclusive por encima de las expectativas populares de la época) de la masa asalariada, se dedicó a fomentar la organización política, el encuadramiento y a la construcción del relato peronista. En el caso de Chávez, lo que se verifica en la víspera es un peligroso adelantamiento de la ideologización por delante de las nuevas expectativas sociales: recordemos que Chávez perdió en Petare en 2008 por no atender el tema de la inseguridad, entre otras cosas. En ese orden, es muy posible que a las personas que no se puedan bañar o estén sin luz durante cinco horas diarias les empiece a chupar literalmente un huevo los sacros postulados libertarios de la revolución bolivariana. Pero suponemos que Chávez no dejará que la sangre llegue al río: lo que le ha dado a los venezolanos sigue sosteniendo a su favor la correlación de fuerzas, pero habrá que ver  qué mutaciones ofrece el paso del tiempo Lo que es simplemente inexplicable es que existan argentinos (básicamente de izquierda cultural) que ansíen de modo casi febril  que la Argentina se parezca a Venezuela o Bolivia: desconocen absolutamente la realidad abismal que nos separa de esos países, pero quieren vivir “una revolución”, y con tal de ello se cagan en el análisis de la idiosincrasia nacional.

Otra impresión que me dejaron los presidentes de Latinoamérica que dialogaron con Filmus es que hay discursos que van camino al anacronismo más espléndido. Sin entrar a evaluar su gestión (en muchos aspectos similar a la de Chávez), escuchar a Correa es lo más parecido a chupar un clavo. Recorre todo el espinel del discurso antineoliberal que campeó en los noventa, usa todos los clichés (Consenso de Washington, exclusión social, corrupción) y no aporta ninguna idea novedosa. Pero lo más molesto de Correa es que en su cruzada demonizadora del noventismo neoliberal (en ese exceso de relato que inflama a los apasionados), eligió agarrársela con Menem y tratarlo de payaso, lo citó como icono de la tragedia neoliberal y lo criticó por la suntuosidad del Tango 01 (?). Patético, y llama la atención que la Cancillería argentina no haya pedido explicaciones, porque, contra todo lo que se diga, Menem fue presidente constitucional por dos períodos votado por mayoría popular. En todo caso, que de Menem hablen los argentinos, y que Correa se dedique a fulminar a Abdalá Bucaram, de quién no lo escuché hablar, porque a su lado, Menem es Konrad Adenauer.

Lo anacrónico de estos discursos es la calificación perenne de toda derecha política actual como réplica restaurada del neoliberalismo de los noventa, como si esos tiempos volvieran transportados artificialmente, ignorando las sedimentaciones históricas que ocurrieron en esta década, con el crack financiero de Estados Unidos y los desastres socio-económicos de Grecia, Irlanda y España. ¿A que neoliberalismo se va volver, si no hay tolerancia social y política para reeditar nada? Lo mismo le sucedió al socialismo real, y hoy nadie pide que vuelva esa experiencia.

Lo más interesante y fructífero está hoy en  qué clase de valoración merece la derecha latinoamericana que surge en Colombia y en Chile (y puede seguir en Argentina y Brasil) y que actúa sobre un consenso post-neoliberal innegable que comparten con los gobiernos populares o progresistas de la región. Uribe no es neoliberal. Piñera no es (ay) neoliberal. Saben que para gobernar debe haber Estado: veremos cómo se construye una identidad de derecha que le otorga al Estado una centralidad política insustituible, aunque se pueda discrepar en el orden de las prioridades o en las calidades y en las cantidades.

Sobre el caso de Uribe, están estas elocuentes Lecciones de Uribismo que escribió el gran Tomás. Uribe es un político de la reputa madre, si se me permite la expresión, porque construir un consenso popular genuino y consolidado al punto de poder prescindir de la necesidad de ser candidato garantizando sucesión y continuidad, y hacerlo desde un Estado para construir el Orden que falta (algo tan simple como salir a la calle tranquilo, pero que en Colombia es revolucionario, y que vuelve a hacer necesaria la comparación con Argentina a la hora de medir el problema de la inseguridad) es hacer una política distributiva de la seguridad estatal: lo que toda la sociedad colombiana pedía a gritos. Vivir en paz, y después vemos a qué lugares el Estado tiene que llegar, porque de nada te sirve tener empleo si estás muerto.

Pero de la concertación popular uribista dice mucho más la posición asumida por la centroizquierda colombiana: el diagnóstico que hace de la hegemonía uribista es la autocondena de todas las incapacidades que demostró la izquierda para detectar qué nudo era el que querían desatar los colombianos:

 “– ¿En qué coinciden todos los candidatos?

 –Por ejemplo, en la seguridad democrática, la política de Uribe para enfrentar a las guerrillas. No importa el deterioro enorme de los derechos humanos ni los cientos de casos confirmados de falsos positivos (campesinos y jóvenes asesinados que el ejército hacía pasar por guerrilleros). Hasta Petro (candidato del izquierdista Polo) dice que él seguiría el camino de la seguridad democrática.”

 Resulta difícil para las fuerzas progresistas aceptar la índole del consenso que construyó Uribe, y hasta que punto el deseo de acabar con una situación  de guerra de sesgo anárquico que habita en la sociedad colombiana implica uniformar los criterios de represividad que un Estado puede y debe emplear en un contexto anormal (ningún país latinoamericano padece los niveles de violencia y disgregación de la vida cotidiana de Colombia, seguido de lejos por Brasil y México, y frente a los cuales Argentina es el edén). La izquierda colombiana yerra en la apreciación sustancial del problema: cree que las causas de la violencia de su país se originan en las miserias del sistema:

 “-(…) Uribe triunfó. Su proyecto fue mantener el estado de cosas en el país, las desigualdades y la pobreza, mientras la gente se contentaba con la disminución de los secuestros. A su gobierno no le importó atacar las causas que crearon el conflicto: la pobreza y el desempleo, que araña el 13 por ciento. ¿Cómo puede ser que hace dos años el PBI creció mucho más allá de lo que se esperaba, pero igual no se achicó la brecha entre pobres y ricos ni se creó empleo?

 –Y aún así los colombianos volvieron a apostar por los aliados de Uribe, inclusive por los legisladores con probados nexos con los paramilitares.

 El país en su gran mayoría tiene una conciencia tan conservadora que no le importa que algunos de los miembros del Congreso hayan sido vinculados con el paramilitarismo y por eso votaron a sus hijos, primos...Eso da una idea del grado del embrujo de la población con el proyecto de Uribe.”

 Lo marcado en negrita podría acompañarse de un (sic) o un (????). Se trata de la proverbial teoría del pueblo pelotudo, o del “no nos entienden” que suele campear cuando no se pueden admitir las derrotas políticas inapelables que se padecen desde los espacios políticos que se reclaman como  los más genuinos intérpretes de lo popular. ¿A alguien le puede interesar seriamente el crecimiento del PBI y las oscilaciones de la brecha distributiva o el puto índice Gini, cuando lo que se sufre es una disgregación elemental de los códigos de convivencia social por causa de una violencia desarrollada fuera de todo cauce institucional mínimo? Ante una cuestión tan primaria y tan liberalmente hobbesiana, la izquierda colombiana patina y se va a banquina, y de paso le baja el precio al comportamiento electoral del pueblo (¿la gente “se contentó” con la baja de secuestros?). ¿Uribe embrujó a la sociedad? ¿Se vienen las pociones mágicas del esclarecimiento para conjurar el hechizo uribista y liberar a los pobres y sometidos colombianos? Los colombianos ya interpelaran a la derecha por la pobreza y el empleo que quedó postergado de la agenda gubernamental.

 El caso chileno está en pañales, pero no se puede dejar de advertir que Piñera asume después de un consenso anti-pos-pinochetista ampliamente refrendado durante veinte años por la población. Piñera deberá convivir con este dato, y su acuerdo con la continuidad de las políticas de derechos humanos introducidas por la Concertación ponen a la derecha chilena en un escenario nuevo:

 “Respecto a las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura, Piñera afirmó que las ha condenado toda su vida y que fue ésa una de las principales razones por las que se situó como opositor al Gobierno militar, además de recordar que votó por el no en el plebiscito de 1988 (con el que Pinochet quiso prolongarse en el poder). Pero, admitió, una "parte de mi sector ha cometido errores en esta materia y lo han reconocido", aunque negó que la Concertación tenga "supremacía moral" en temas de derechos humanos.”

 La generación de empleo y  la asistencia social son piedras que se van a cruzar en la senda de Piñera, más allá de las intenciones ideológicas originarias. Piñera no es Macri, dicho esto muy a priori y con la certeza de que el chileno asume una perspectiva empresarial de la gestión pública que confrontará con el oficio civil – artesanal necesario para sobreponer la presencia de un Estado ante la catástrofe: que el rigor militar haya llegado antes que la comida a los confines de la tragedia le resta crédito a la avanzada democracia moderna chilena.

Venga lo que venga, las derechas a nacer podrán declamar un neoliberalismo teórico, lo mismo que las oposiciones progresistas en sus críticas, pero en los hechos las cosas albergaran un piso de complejidad fascinante.