Los hijos que remueven los escombros y les tiran piedrazos a los cazadores de utopías.
Reconstruir los retazos de una biografía es un acto de egoísmo positivo que necesita vulnerar las representaciones de una memoria blindada por los padres. Acceder a los padres es matar la representación fulgurosa que de ellos se hizo para poder soportar una derrota política.
Hijos que no se limitan a aceptar la versión que de sus padres asigna y fija una monolítica y herrumbrosa historia militante inmune a la interpelación “posmoderna”: los padres siguen considerándose autoridad histórica de la verdad setentista ante el perturbador cuestionamiento de los hijos, y con amabilidad trémula siguen insinuando que poseen el patrimonio interpretativo porque “nosotros lo vivimos y ustedes no” y mentan “diarios del lunes” para inaceptar acercamientos a 1970-76 que no se correspondan con el Relato de la memoria que los ha salvaguardado de la crítica, de la inspección del cuarto propio.
Hijos que no buscan restañar sus heridas yendo a las clases de catecismo que sugieren ponerle ornamento al fotograma heroico, sino que, como en El Pasajero de Antonioni, dan vuelta la cámara hacia los dueños del relato y los desnudan en la repetición de la misma gramática: bonassismo tornasolado. La cámara es el espejo en que se mira el sobreviviente de la lucha revolucionaria, y se transforma en la interpelación de un tiempo político que quedó sepultado bajo el manto de horror y muerte dictatorial y de las semánticas que se sedimentaron como anticuerpo.
Hijos que en el arduo camino de reconstrucción de una biografía personal buscan al padre y no al héroe.
Las películas de Nicolás Prividera y Albertina Carri inician un itinerario huérfano de teorías premoldeadas y avanzan taladrando el discurso standarizado por los organismos, ciertos sobrevivientes y ciertas izquierdas políticas. Piden explicaciones a los amigos militantes de sus padres muertos, desde el último eslabón de una tragedia. A Prividera y Carri no se los conformará con decirles que sus padres “dieron la vida por un mundo mejor”. Hay una lejanía no sólo temporal, sino también refractaria a los euforismos épicos, los hijos blanden el picahielo de la crítica, dislocando anquilosadas formas políticas de la memoria. Se trataría de perforar la gramática del Nunca Más que ocultaba la militancia política de la víctima. Pasar a otra etapa imperiosa del análisis de los ´70, ahora con veinticinco años en el lomo democrático.
Prividera narra a la cámara la indignación que le produce la falta de autocrítica del ex – militante de JP que había conocido a su madre muerta: la excusa para no escarbar en los errores es la de siempre, “no hacerle el juego a la derecha”. Lo que se dice sotto voce en el ambiente de los organismos cuando se intenta profundizar en algunas discusiones. A veces se habla como si todavía se estuviese en el campo de batalla defendiendo la Causa, sin asumir que quién interpela es el hijo del compañero muerto. El hijo pregunta desde su propia historia, desde una ausencia y no desde una tribuna política, y entonces no merece ni admite la reafirmación excusatoria del mito de la juventud maravillosa como salvoconducto para la exoneración de culpas y responsabilidades. Cuando indagan por sus padres, Carri y Prividera no quieren escuchar el relato público del panegírico.
Políticamente, se trata del retorno de los espectros no conjurados por la izquierda peronista. Lo que todavía no abordó la frondosa literatura sobre los ´70. Mal que mal, el tiempo del testimonio dictatorial ya fue visitado, investigado y legitimado como parte de un sentido común asumido socialmente. Se sabe que pasó y hay un consenso sobre la verdad del genocidio. Se hicieron thrillers testimoniales como La Noche de los Lápices, Ojos Azules o Los Dueños del Silencio, y más recientemente fue Montecristo, y Florencia Raggi se hizo fan de Las Abuelas y Dalma Maradona hizo Teatro por la Identidad: hay un consenso más ampliado, que en la primavera democrática no podía ser.
Y los hijos vienen, ahora, a descentrar el foco: los relatos que construyeron la representación del horror y la muerte no permitirían avanzar en un abordaje más hondo; 1973-76 leído quirúrgicamente, ya sin los condicionamientos interpretativos del informe de la Conadep. Sumergirse en la compleja índole de una militancia política atravesada conceptualmente por la lucha armada y antecedida por dieciocho años de luchas populares que no pueden dejar de ser interpretadas bajo la luz peronista y sus claroscuros.
Es la parte de los ´70 que falta discutir (la más perturbadora, la que más se resiste) y que entre otras cosas, necesita de una verdadera, franca y honda (auto) crítica de concepciones y actuaciones de la izquierda peronista. Eso es lo que indirectamente, y sin el propósito deliberado de hacerlo (la búsqueda personal va llevando a ello), inauguran películas como Los Rubios y M. Voces minoritarias, incipientes que apenas pueden encontrarse en un pensamiento más directo en algunos grandes ensayos que dejó Nicolás Casullo y (desde otra óptica) en algún libro de Pilar Calveiro.
En un tramo de su película, Prividera aparece leyendo Perón o Muerte de Sigal-Verón: no es la mejor perspectiva para definir argumentaciones políticas sobre el pasado setentista ni sobre Perón, porque se necesita ir al fondo de la historia, para después volver. Hundir las manos en la aridez de los Apuntes de Historia Militar, y después, volver.