Cuando el 2002 empezaba a caerse del almanaque y se vivía una confusa primavera negra, y los que habían rodado por el terraplén hacia la zanja fangosa de mierda y sangre apenas tenían fuerzas para voltear la cabeza y sacarla del lodo, Nicolás Casullo escribía un gran ensayo que en un determinado momento de su desarrollo se ralentiza hasta dejar una pregunta pendiendo del silencio: ¿Quién puede imaginarse (a sí mismo) abriendo bolsas de basura en la esquina de una avenida?
Argentina consumaba el descenso al último subsuelo de la miseria, y hurgar la riqueza en la bolsa del desecho del Otro devenía en práctica masificada, culturalmente naturalizada: si la escena perturbaba mucho, un tranquilizante para dormir y a afrontar el nuevo día de la pos-comunidad.
Casullo hace la pregunta genuina que para la pelota y raspa el fondo de la olla para buscar si quedó algo de humanidad; hace la pregunta que el academicismo de las ciencias sociales no se hace porque está muy ocupado en lucrar con el bagaje teórico “que el neoliberalismo nos dejó”: publicar libros sobre la exclusión social, la fragmentación del tejido social, la privatización del espacio público, el drama de la vida en los countries: el disquito gastado que los cráneos del conicet pasean por estudios televisivos y publicaciones culturales, al que ahora agregaron la minería como el kiosco progre de moda, y que en lo político se pajean con Bolivia y Venezuela mientras se lamentan por “la mentira kirchnerista”.
Nada nuevo tratándose de esa izquierda cultural que huye permanentemente de toda incomodidad, y que en el caso particular del svampismo de Maristella le permite situarse como consultora bienpensante de María Laura Santillán, Osvaldo Quiroga o Jorge Lanata a la hora de hablar de “la cuestión social” o del remanido noventismo: Menem le sigue dando de comer a varios, y (como diría Rocamora) nadie le agradece.
Aquella interpelación de Casullo proyecta una densidad del drama humano que sobrepasa largamente las anodinas categorías sociológicas del témpano svampista, y que se entronca con las raíces políticas, culturales y existenciales de una singularidad nacional que se desmenuza a través de los amagues housemanianos del ensayo, que prescinde de la vocación al cuadro sinóptico.
En ese 2002, el cartonero atravesó el dilema “del pensar”: abrir o no la bolsa en la esquina de Callao y Santa Fe frente a la mirada ajena. Algo que nosotros (la clase media) pensaríamos largamente, porque “no nos imaginamos” haciéndolo. Pero que en esos años de intemperie masiva se transformó en la única opción para muchas personas que sin dejar de estar en el margen, habían vivido días de empleo y sindicalización, y además guardaban en la memoria familiar la época de un tiempo de la felicidad realizado (lo que no entienden los que se hacen la paja con Chávez y Evo). Por eso, el dilema fue fugaz para el cartonero: no había tiempo para pensar, la humillación dejaba paso a la inconsciente experiencia de un estado de supervivencia. Lo que dirán muchos cartoneros es que cuando te decidís a abrir la bolsa, ya no pensás en nada, no interesa nada, no sentís ninguna mirada. Pero en ese paso dado hay un crecimiento con violencia envasada, que en el futuro no daría derecho a condenar la desmesura de “estos negros que te invaden la ciudad”
Pero si el cartoneo es la marca indeleble de la inflexión del 2001, también hay que decir que no se puede persistir en condenar la caída “a eso”. Sería como la cantata de la academia feminista que pide indignada que las prostitutas dejen de serlo sin hacer las consultas en el lugar de los hechos. Es decir, el cartonero llegó para quedarse porque 2001 sigue estando a la vuelta de la esquina (como la revolución en 1973, pero al revés y con palpable realismo) y porque nunca se retorna a lo vivido más que en un difuso recuerdo. Y esto no significa que los cartoneros no deban dejar de serlo, sino que más realista sería interpelar de qué modo afecta y modifica la vida popular ese nuevo acontecimiento. Y sobre todo, hacer consultas, que no muerden.
El kirchnerismo ocupó el hangar decisionista menemista y comenzó a carretear por la pista que el duhaldismo construyó con los escombros que quedaban; después voló por sus propios medios e hizo su propio camino.
El kirchnerismo marcó tiempos: hoy el empleador se preocupa un poco más por blanquear a sus trabajadores antes de que haya quejas. El mejor programa televisivo que marca el pulso kirchnerista es el del Sindicato de Empleados de Comercio de Lanús y Avellaneda en el canal 20 de Multicanal. Y el que no blanquea se cuida mucho de no pagar un sueldo inferior al mínimo vital y móvil, o paga el equivalente al del convenio que debiera corresponder. No es mucho, pero no es poco. Es tan sólo una tendencia que los gobernantes se ven compulsivamente a imitar para no quedar a contramano de sus propias expectativas de supervivencia política.
¿Y los cartoneros? Bueno, las paradojas de la CABA tienen ese no sé qué: cuando la ciudad era gobernada por el progresismo puro y duro de Aníbal Ibarra, y la UCEP funcionaba clandestinamente y reprimía sin asco a los que “usurpaban” la calle, los reclamos de blanqueo de la actividad cartonera eran deliberadamente eludidos. Lo dicen ellos: “con Ibarra cobrábamos lindo”.
Cuando Macri asumió, acentuó el discurso represivo (“abrir bolsas es robar”), pero en los hechos, hizo kirchnerismo: la grisácea gramática del Estado que vuelve; registración, blanqueo, obra social y jubilación para los cartoneros, y para los trabajadores de la UCEP. Con Ibarra, todos en negro: quizás aquí resida la huella que explica por qué el progresismo no gobernará la Ciudad por un largo tiempo, aunque la gestión macrista sea precaria y altamente cuestionable. Los cartoneros blanqueados sólo dirán que Macri, aunque parcialmente, atiende sus reclamos: ellos lo llaman conquistas. Ahora son “recuperadores urbanos”, y siguen lejos de las puertas del edén, pero no es lo mismo. Y otra paradoja: los cartoneros dirán, solamente, que el problema para ellos, a corto plazo, no es Macri sino ese histórico bastión del progresismo fashion (como Poder Ciudadano) llamado Greenpeace: ese grupo económico dedicado al negocio ecológico que pide que el proceso de diferenciación y reciclado de residuos quede en manos privadas y que los cartoneros se jodan.
De todos modos, el gran problema del cartonero es el mercado: la caída fenomenal del precio del cartón amenaza la fuente de trabajo. Nadie ostenta certificados de felicidad, sólo se trata de morigerar el dolor y restañar las heridas más graves: el kirchnerismo es la mejor sala de guardia posible. Macri sigue dando palo con la UCEP blanqueada (son laburantes, ¿o no?), pero también, y como tiene que gobernar, hace kirchnerismo.