Quienes hayan leído este blog con asiduidad, sabrán que el gobierno de Alfonsín siempre fue por mí duramente criticado. Se trató, y se trata, de la crítica de hechos, y no de personas.
Quizás se trataron en algún caso de cuestionamientos impiadosos. Muchos podrán juzgar esas críticas como injustas. Puede ser.
Alfonsín generó una expectativa popular extraordinaria. Emocionaba ver esas plazas del 83 llenas, rebozantes. Ese apoyo popular fue un patrimonio político incalculable, que fue rápidamente dilapidado. Hubo demasiada decepción para tanta esperanza.
Para mí, la figura de Alfonsín está originariamente ligada a mi infancia, a la figura física del “presidente”. Esa figura que nunca podría haber asociado a los militares de la dictadura, que es mi primera memoria sobre la política. Una visión atravesada por la estela sombría de reiteradas cadenas nacionales mañaneras con comunicados y marchitas que narraban quién era el nuevo militar a cargo.
Recién con Alfonsín adquiere para mí normalidad la idea de “el presidente”, en su indumentaria de civil. Y sin tener ninguna apetencia personal por Alfonsín, ni por el radicalismo, ni por la política, fue quizás en esos años de la infancia adulta cuando así como otros niños decían que cuando fueran grandes serían bomberos, médicos o policías, yo decía que quería ser presidente.
Y a pesar de todos los desacuerdos que pueda tener con ese gobierno alfonsinista (que fue uno de los mejores de estos 25 años de democracia), con esa exacerbada postulación discursiva y fáctica de un republicanismo sacrosanto como aparente verdad absoluta del nuevo tiempo democrático que terminó gestando un relato nocivo para la propia democracia que hoy vivimos, debo decir que es también en los errores y fallas donde se pudo construir una democracia dificultosa pero irrenunciable.
Había que tener la garantía de que no se volvería para atrás, había que clausurar la etapa del derramamiento de sangre como naturalidad de la disputa política, porque los costos fueron peores que los beneficios prometidos. Y ese no era un camino fácil, las concesiones se pueden entender en ese contexto, aunque no comparta muchas de ellas.
Ahora saldrán las voces que más que rescatar la figura de Alfonsín, intentarán sacralizarlo como el paladín de la democracia, el ejemplo a imitar, el promotor de un modelo político al que “la Argentina debe volver”, ese del consenso ficticio y la celestial calidad institucional.
No comparto estas analogías, y le hacen un flaco favor al recuerdo de Alfonsín quienes intenten estas manipulaciones.
Prefiero ver a Alfonsín como ese ser falible que obró de paridor de la democracia trabajosa, formal, necesaria, irrenunciable, imperfecta. Con aciertos y flaquezas, con méritos y desaciertos. Como la democracia que tenemos, para bien.
Y después de todas las evaluaciones, polémicas y desacuerdos, la figura de Alfonsín trasciende y se sella en una frase que lo (nos) sintetiza: Dentro de la democracia todo, fuera de la democracia, nada.