Jorge Asís, Canguros, 1983.
La fallida ley Mucci fue el pecado original del candor alfonsinista. Un ensayo domesticador anclado en la convicción desaforada de que el 52% de los votos era el pasaje automático al tercer movimiento histórico.
Es curioso como desde ciertas plateas se valoran los trece paros nacionales y la resistencia sindical como mero obstruccionismo a la obra del demócrata, y no como las concretas limitaciones de ese gobierno radical para abordar la cuestión popular.
Pese a sus portentosas dotes políticas y a una mirada de lo popular más ensanchada que otros políticos no peronistas, Alfonsín llena el mismo formulario que Frondizi e Illia: comparten estos dichosos absueltos por la Historia de la República Perdida, el temor reverencial a las masas.
La muerte y canonización de RA en cadena nacional vista por estos días, más los impostados o genuinos dolores personales que ponderaban la honestidad y el no enriquecimiento del difunto (hola, Coti) como rasgo crucial “a recuperar” (yo también quería tomar agua de la canilla libre del Hipotecario), obligan a analizar este fenómeno de desmesurada glorificación post-mortem.
La convocatoria popular que tuvo el velorio de RA me recuerda la dicotomía argumentada para calificar los cierres de campaña del radicalismo y el peronismo en 1983: por un lado “familias enteras, abuelos y niños”, y por el otro “negros chorritos púberes traídos desde una villa en micro, guarda que te afanan”.
No es sólo el fogoneo mediático el que opera el desplazamiento de los significados para transformar a RA en santo republicano.
Son también amplios sectores sociales que suplican con bronca tener una representación política responsable y sensata, porque no fueron, no son, ni serán peronistas.
Son mujeres y hombres genuinamente aquejados por la orfandad ideológica, angustiados por no encontrar una figura o un partido político que cohesione y canalice sus gustos políticos
Para este sector social (preferiblemente de clase media), Alfonsín se erige en una emblemática luz al final del túnel, promueve un reclamo larvado lanzado al cielo para que alguien escuche.
Si RA debe ser entronizado como mártir de la republica para que se recomponga el equilibrio bipartidista, que así sea.
No deja de ser paradójico que la implosión del radicalismo (el ground zero político-cultural de la clase media) se haya cincelado bajo la conducción política del hombre que hoy ungen los propios huérfanos.
La muerte de RA está rodeada de los más bienaventurados versos: que “quiso y no lo dejaron”, que “él inició un camino que falta completar (¿?)”. La política nunca cesa.
Se menta el explosivo discurso de RA en la SRA en agosto de 1988. Para ese entonces el living de la democracia comenzaba a inundarse de pobres y miserables estructurales que tenían más severas preocupaciones antes que conmoverse por el histórico discurso: el anecdotario es exclusivo patrimonio de las huestes ilustradas y progresistas.
Santiago Kovadloff, el rabino Bergman y Nelson Castro ejercen la improvisada predicación pastoral que por lógica le corresponde a la partidocracia republicana. Todos pugnan por cubrir el agujero ideológico dejado por el no-peronismo en su fuga hacia la nada. Esa fuga que produce la crispación social bajo la forma de antikirchnerismo.
Kovadloff supo ser un ensayista literario que desmenuzaba febrilmente la poética de Fernando Pessoa y el sesgo de sus heterónimos: un hombre de izquierda, amigo del delicioso Eduardo Galeano. Pero que no apeló al seudónimo a la hora de establecerse como desembozado intelectual orgánico del neoalfonsinismo-republicanista-antikirchnerista. Lo bien que hace el insigne Kovadloff…
“Llorar es un sentimiento, Mentir es un pecado” dijo el gran Saúl Ubaldini, en medio de de la euforia alfonsinista ochentista.
El velatorio de RA entregó postales sublimes de la catarsis: emocionantes “Volveremos, volveremos” y “¡Al-fon-sín!” a cargo de los ya entrados en carnes, en años y con severas carencias capilares jóvenes franjistas y de la JR (confieso que no los soporto) que traducían en cánticos el dolor de ya no ser. Numerosos trajeados y señoras austeramente acicaladas conforman la caravana fúnebre. Ninguna desmesura, ningún grito extemporáneo, ningún desorden, ningún mal gusto, ningún colectivo. Ninguna imagen de la barbarie.
El gobierno de RA no incidió de manera positiva en la vida de los humildes: la realidad exhibe los certificados.
Por eso, no “hay que volver” a ningún pasado.
En lo bueno y en lo malo, Alfonsín y su tiempo son historia.