Se dedicaban a escribir sobre la gesta asambleística, el fin del régimen, una sinfonía macabra que tocaba sus acordes finales para dar paso a la multitud tonynegrista como sucedáneo de la revolución, según la receta del chanterío intelectual europeísta.
En el mundo real sucedía algo “menos romántico”: el país lo gobernaba el peronismo, después de dos años de radical-progresismo que terminó llamando a Cavallo para sostener el modelo que habían fustigado durante diez años.
Las asambleas porteñas eran terapias psicoanalíticas colectivas bastoneadas por fogosos militantes del PO y MST que creían elucubrar el germen de una Comuna de París a medida que las plazas se vaciaban: a todo Marx le llega su Flaubert.
Escribieron que la puja entre devaluacionistas y dolarizadores lo era entre fracciones del gran capital, y que la sociedad miraba de afuera una contienda que le era indiferente porque de todos modos saldría perjudicada. Error. Y grueso.
En esa puja se jugaba algo más que una disputa de hegemonía hacia el interior del establishment económico: estaba en litigio una clase de modelo de acumulación, situación que afectaría sustancialmente la vida económica popular de modos muy disímiles según el caso. Fueron pocos los actores políticos y sociales, en aquel momento y ahora, que le dieron la trascendencia correspondiente al antagonismo dolarización-devaluación.
Casi nadie evaluó la situación bajo el riguroso margen de maniobra realmente posible, contemplando con estricta verosimilitud la cadena de males menores. Muchos hablan de que el costo de la devaluación pudo ser distribuido de forma menos gravosa para el pueblo. Posiblemente. Pero nadie explicó ni propuso cual sería esa decisión menos costosa, si es que existía.
Dolarizar era peor que devaluar, y que hoy pueda existir algo llamado kirchnerismo certifica que la elección de 2002 no era nada menor, ni un exclusivo diferendo de elites. Es sobre la siembra duhaldista (terminar con un modelo de acumulación anti-productivo) que hoy se puede elogiar la cosecha kirchnerista: valorar como opuestos ambos procesos políticos (cuando de hecho hay una continuidad estructural) es equivocado, o deshonesto. Solo la pluma literaria de Horacio V. y sus folletines dominicales podía construir el relato de una “binaria oposición”. Mientras Duhalde se dedicaba a fraguar el hierro candente que nadie osó tomar en su mano, el progresismo virginal cronometraba las transferencias originadas en la pesificación asimétrica al grito de “¡qué barbaridad!”. ¿Se sentó la CTA en la mesa de concertación y diálogo convocada por Duhalde para ver qué corno se hacía con el país? Silencio piadoso. No conozco una propuesta verosímil (es decir, que incluyera la presión de los lobbies como escenario de maniobra) que se haya hecho desde la Cenicienta sindical.
El kirchnerismo lo debemos a Duhalde, Alfonsín, Moyano, Bergoglio y la UIA en su cruzada anti-dolarizadora, que era en realidad la de instalar una nueva matriz de acumulación. Nada revolucionario, podrán objetar los guardianes estoicos de la clase obrera, pero que determinaría un impacto no menor en la estructura social. Los que hoy tienen un empleo en blanco y en 2001 eran desocupados estructurales están para documentarlo. Ese mismo modelo que hoy usufructúan, sostienen y consolidan los Kirchner. Producción, consumo, empleo, mercado interno. La criatura duhaldista.
¿Por qué a muchos amigos simpatizantes del kirchnerismo les molesta admitir esta continuidad entre Kirchner y Duhalde, y entonces hacen un borramiento de la filiación duhaldista del actual modelo económico, cuando hay más semejanzas que diferencias?
Anatemizar a Duhalde es un cliché vencido. Un discurso reiterado, menos realista que ideológico, un discurso que no puede tolerar aseverar que, bajo las terribles circunstancias en las que operó, Duhalde fue un muy buen presidente que en menos de dos años le dejó a Kirchner un impensado piso de gobernabilidad, que le permitió al compañero Néstor hacer apuestas más arriesgadas, porque ya había plafond para confrontar y ensayar una relativa autonomía del Estado frente al sector privado.
Los escribas del progresismo popular omiten y hasta deploran cualquier parentesco entre Duhalde y Kirchner, relatan una ruptura (2003) donde no la hubo, y así trazan una celestial historia de ángeles y demonios, un pueril binarismo que satisface las buenas conciencias, pero que poco tiene que ver con un análisis maduro de los hechos políticos recientes.
Retenciones, ley de genéricos, planes Jefes y Jefas de Hogar: Duhalde. Recuerdo el furioso lobby de las empresas petroleras contra las retenciones en 2002. Faltó llenar la Plaza de Mayo. Recuerdo la cantidad de familias de clase media derrumbadas en zonas residenciales que íntimamente bendecían ser beneficiarias de un PJJH para poder comer, pero que, lo ocultaban de modo vergonzante para no sucumbir a la humillación “de clase”.
Con Duhalde y sus PJJH, la asistencia social llegó con una celeridad y un alcance al núcleo duro de pobreza que debemos remarcar, casi sin trabas burocráticas de relieve. Y eso fue posible gracias a los canales instalados cinco años antes, cuando en la PBA, Duhalde avizoró que la convertibilidad languidecía y el desastre social tocaba a la puerta, y comenzó a tender redes: manzaneras. Los PJJH no eran retaceados, llegaban a todos, y fue lo más parecido a una política social universal realmente posible.
Tanto fue así, que hoy vemos con dolor que el kirchnerismo no haya podido ofrecer una superación de la política social duhaldista para ese persistente núcleo duro postergado, ese que reclama del gobierno la misma lealtad que ellos le profesan en el cuarto oscuro.