lunes, 5 de enero de 2009

Lugares Comunes


El problema de lo que imprecisa y genéricamente se denomina “inseguridad” reviste laberínticas y plurales cuestiones que exceden largamente lo que se dice de ella con anquilosadas “definiciones” que no hacen más que socavar la discusión real del “problema”, en una evidente fuga hacia delante que no hace más que certificar la desidia que impera en un mundo post-comunitario. 

Así nos encontramos frente a la paradoja de ciertos discursos que al hablar de la inseguridad, se desligan del problema a cambio de consolidar sus “buenos modales” retóricos. Excluyo de antemano el análisis de todo lo que se aglutina bajo el concepto “mano dura” que exhiben como caballito de batalla los variopintos conservadurismos y derechismos en aras del oportunismo y la necesidad que existe de dar respuestas a este tema. 

Lo excluyo porque no nos acerca siquiera a los albores de una más realista y eficaz mirada del problema; pero no lo excluyo como discurso a germinar socialmente si es que gran parte de la política, el Estado y la sociedad omiten deliberadamente y en el tiempo, acercarse desde otro lugar y tomar en sus manos aquello que hoy se traduce como inseguridad, pero que no es sólo eso.

En otro post tocaba lateralmente la cuestión de lo que el mundo massmediático-troglodita fragmenta en nota de color (rojo), episodio aventurero, acontecimiento urbano de todos los días, imagen del cadáver embolsado en polietileno negro, neologismos (motochorros), testimonio crispado de víctima en primer plano, editorialización a cargo del movilero como “think tank” que explica la índole del problema. 

Un catálogo de nociones audio-visuales fragmentadas que hacen posible darle al tema la categoría de entretenimiento garante de rating, pero que poco tiene que ver con lo que en realidad está sucediendo, y que poco contribuye a una genuina búsqueda analítica. 

Y decía entonces que la inseguridad es el más palmario testimonio del ignominioso retiro del Estado democrático desde 1983 hasta aquí. Principalmente, un retiro social, humanista: retirar la manta que cubría al desposeído. Pero también un retiro institucional más amplio: el Estado desvirtuando el funcionamiento de sus burocracias administrativas, judiciales, de seguridad. Un Estado que se va deslindando, durante los años democráticos, de su naturaleza. De la que supo encarnar en otras épocas.

Un retiro de la función estatal que no sólo remite a la clase política que lo provocó, sino también a las sucesivas autoridades estatales no políticas que omitieron y omiten hacerse cargo de sus responsabilidades. Digo con esto que el Poder Judicial debería dar cuenta de sus propias miserias.

A la manera del martillo nietzscheano, la inseguridad merece pensarse estableciendo un previo derrumbe de mitos inconducentes. Si hay un tema superpoblado de lugares comunes, ése es la inseguridad. Lugares comunes que hacen posible no ocuparse realmente de un problema social complejo que existe, e impacta en la vida cotidiana.

Por lo tanto lo primero a desmontar sería aquel discurso que enuncia que la inseguridad “es construida” por los medios de comunicación. Esta sentencia tiende a devaluar la importancia del problema, relativizándolo como reclamo eminentemente ideológico y no tanto práctico. En todo caso lo que se logra de este modo es seguir no ocupándose del  problema, y dejarle la capitalización política del tema a quiénes mejor lo manejan, aunque con fines profundamente disvaliosos para la comunidad.

Un segundo discurso a desmontar sería aquel que asocia inseguridad con reclamo de clases altas y medias anti-populares, y sólo eso. O exclusivamente eso. Todo el que reclame por la inseguridad sería un facho clasemediero a repudiar. Este es el discurso preferido de cierto cómodo progresismo que evita por todos los medios tener que referirse a la seguridad como drama concreto y que necesita ser estudiado y tratado a través de políticas  activas del Estado en la materia. Discurso progresista miope e hipócrita, en cuanto soslaya deliberadamente que la inseguridad es también un drama que aqueja fuertemente a las clases populares y suburbanas. 

El principismo ideológico al que se circunscribe el análisis (inseguridad = reclamo de derecha) implica la negación de lo que abarca el problema concreto, y entonces la negación de lo que popularmente se sufre. Sucede que para las fuerzas progresistas y de izquierda, el de la seguridad es un problema incómodo, de costosa digestión ideológica, porque de alguna manera remite a las atribuciones represivas del Estado y esto es casi un tabú después del rol que las fuerzas armadas y de seguridad cumplieron durante la última dictadura militar. Es por esa razón, entre otras, que el progresismo no tiene nunca en su agenda prioritaria la referencia a sus propias políticas de seguridad.

Un tercer postulado a diseccionar es el que refiere a la inseguridad como problemática originada en la situación social (pobreza, desigualdad) y por lo tanto resuelta sólo y exclusivamente a través de políticas sociales. Sin duda es éste un factor fundamental para afrontar eficazmente el problema, pero en modo alguno el único. Más aún cuando el termino “política social” deviene significante vacío (no es Laclau de mis preferidos) como parte del discurso ocasional progre berreta cuando se habla de inseguridad, discurso que al hacer exclusivo hincapié en lo social, se sustrae cómodamente a requerimientos tales como qué hacer en materia de legislación penal, sistema penitenciario y condiciones carcelarias, rol de las fuerzas de seguridad, reforma del sistema judicial, hogares de tránsito para menores, situación en los reformatorios, funcionamiento de los foros vecinales de seguridad, etc. O sea, se elude la real magnitud del problema para situar en su lugar declaraciones de ocasión que quedan bien, pero poco aportan a un verdadero estudio del tema.

En la inseguridad laten cada vez con mayor visibilidad todas y cada una de las asignaturas pendientes del Estado frente a la comunidad. Reconocerlo es un deber de la clase política y de las organizaciones sociales, y abandonar todo prejuicio ideológico que entorpezca la comprensión de los hechos que componen la cuestión, es una condición necesaria para empezar, alguna vez, a encontrar soluciones posibles.