Era Lacan quién manifestaba que más que con la cabeza, el ser humano piensa con los pies. No soy muy afecto al estructuralismo, pero creo que este axioma lacaniano me sirve para explicar lo que quiero decir.
Pensar con los pies significaría para el pensador francés tener una concepción de la realidad fuertemente determinada por la ubicación socio-cultural que nos signa, aquella en la que “estamos parados” por razones de formación familiar, intelectual, cultural, y también, política.
Política no en un sentido de elecciones ideológicas o simpatía con consignismos atractivos, sino política como modo de acercamiento a la comprensión y análisis de cualquier acontecimiento socio-político; las herramientas que privilegiamos a la hora de hacer valoraciones de lo político concreto. En definitiva, nuestros pies prohíjan una perspectiva, un ángulo particular desde el cual formulamos una interpretación de la realidad.
Hasta aquí no habría ninguna novedad. En lo político, el problema surge cuando esta perspectiva es incompatible con otra perspectiva que demostró situarse (históricamente) más fielmente cerca de lo práctico y lo real sin mediaciones simbólicas e ideológicas distorsivas (aunque “teóricamente” consistentes y autosatisfactorias).
Aun en la más bienintencionada de las perspectivas dónde lo ideológico prevalece frente a lo empírico se cuela el factor distorsivo y deformante que “aleja” de la realidad. En la historia política nacional, quién hizo sentir más descarnadamente esa brecha entre representación y realidad fue el peronismo.
El peronismo vino para poner en crisis esa perspectiva originada en una formación cultural burguesa ilustrada (tanto de derecha como de izquierda) y por ello, portadora de una compleja y hasta inconsciente gama de prejuicios que se expresa inclusive en muchos que se dicen peronistas, pero que a poco de haber empezado el trayecto analítico del hecho político, se alejan de la concretitud para derrapar y ahogarse en la tempestad ideológica, fugando poco a poco de las nociones de lo real.
Porque el peronismo, entre otras cosas, vino también a desnudar todas y cada una de las hipocresías que anidan en una cultura política de clase media, erudita, de izquierda, de derecha, portada por seres humanos existencialmente progresistas en cada uno de los aspectos de la vida privada, que hacen valoraciones bienintencionadas de lo popular, pero que no tienen un apego desprendido hacia la experiencia popular concreta y de todos los días, porque no han pasado por esa experiencia, o porque sin haberla transitado, tampoco han hecho los esfuerzos para comprenderla en vez de juzgarla.
Es ésta y no otra la razón por la cual la cuestión de la justicia social no llama a ninguna épica, y en cambio sí lo hace el conflicto agrario por las retenciones, atravesado por mundos simbólicos (ideológicos) mucho más tangibles, pero que en términos concretos expresó mucho menos que lo que el drama Justicia Social expresa todos los días en el cuerpo del sujeto popular. Se trata, en el fondo, de una cuestión de perspectiva, que el peronismo siempre cuestionó con su propia cosmovisión del mundo, forjada desde una verdadera y serpenteante mirada popular.
La épica conmueve y moviliza a aquellos que se forjaron culturalmente con parámetros de clase media, porque allí lo ideológico juega un papel determinante frente a la contingencia de lo fáctico.
Por eso la acción concreta de la política diaria que no se ve en los medios de comunicación, la que se hace “abajo”, es gris, ingrata, no convoca a debates ni a teorías, porque no busca ser analizada sino actuada: la cuestión es que el camión que trae la leche del Plan Vida esté a la hora que tiene que estar en el barrio, y que estén las personas (manzaneras) que coordinan y realizan la entrega a las madres que van a estar ahí esperando a las siete de la matina; que estén las personas (manzaneras) que se levantan a esa hora y que conocen a las mujeres a las que se les debe entregar la leche, que conocen sus problemáticas y sus circunstancias de vida concretas e intransferibles. Que les conocen el rostro.
Obviamente, no hay nada menos ideológico y épico que hacer este laburo que requiere organización, ejecución, constancia y eficacia: nada que ver con teoricismos y parloteos que sólo relatan, diagnostican, dicen, sugieren, valoran, pero que no hacen.
Todos podemos estar preocupados por la pobreza y la mortalidad infantil, todos podemos tener diagnósticos exactos y una lista de propuestas, pero ¿quien hace efectivamente el trabajo de solucionar la pobreza todos los días para evitar la caída en el abismo? Son muy pocos, y en esa lista nunca están los que hablan de los pobres. Es que la Justicia Social no convoca a ninguna épica, sino a grisáceas y sacrificadas labores diarias.
Se trataría, entonces, de determinar desde qué lugar analizamos lo real, con qué ojos vamos a evaluar la situación de alguien que es una otredad (el pobre, el indigente, la persona de la cual desconocemos su vida cotidiana), pero cuya situación a muchos les preocupa noblemente.
Para ello tiene que haber un desprendimiento del lastre de los prejuicios, un abandono del egoísmo intelectual e ideológico que anidó en la formación político-cultural burguesa de la propia existencia, aunque uno se considere progresista, peronista, nacional-popular, de izquierda democratica.
Porque uno podrá decir muchas cosas, pero lo que nos define son los actos concretos, el modo en que interpelamos los hechos y que es lo qué consideramos como realidad política.
La pregunta sería: ¿estamos dispuestos a desprendernos de una cultura intelectual- política que sólo satisface el egoísmo de “mis creencias ideológico-dogmáticas” mamadas en los libros y no en los hechos, para pasar a ver las cosas bajo otra clave interpretativa no tamizada por “mi pertenencia a una familia de clase media”?
Analizar las cosas “peronistamente”, “peronizarse”, pasar del otro lado del mostrador cultural nacional y mirar desde allí. De eso se trataría, pero es difícil, porque hay que hacer un desprendimiento casi existencial, indisponerse con la propia formación cultural, desnudarse ante el espejo y señalar cada una de las hipocresías que se portan, para echarlas de nuestros actos. Lo que digo puede encontrarse elocuentemente plasmado e infinitamente más claro en los textos de Carlos Mugica.
¿Estamos dispuestos? Esa es la pregunta que cabría hacerles a quienes creen que el kirchnerismo es algo distinto del peronismo y ahora están frustados, a los que dicen que el kirchnerismo se pejotizó, a los que se dicen kirchneristas y homologan “pejotización” a “derechización”, a los que se dicen peronistas pero “cuyo límite es Rico”, a los que confunden políticas para sostener la producción y el consumo como si fueran políticas de asistencia social y entonces plantean una falsa incompatibilidad, a quiénes “abandonan” al kirchnerismo porque al final “es más de lo mismo” (como si ellos no lo fueran), a los que piensan que criticar al kirchnerismo porque no abastece al núcleo duro de pobreza es ser funcional a la derecha (¿?), a los amigos kirchneristas que le piden fe ideológica a los pobres que “los beneficios ya van a llegar”(despreocupándose de lo que va sucediendo concretamente en los hechos), a los peronistas que hablan alegremente de “post-kirchnerismo”, a los que piensan que el hambre y la miseria se solucionan exclusivamente realizando marchas, a los que dicen pre-ocuparse por los pobres pero no se ocupan de ellos.
Abandonar la comodidad del diagnostico lapidario que fortalece la buena conciencia individual, para pasar a leer los hechos como actos concretos directamente relacionados con el día a día de la vida popular y el modo en que impactan en ella.
Dejar de pensar con los pies, y empezar a pensar, libres, con la cabeza.