- Vení, es por acá- me dice el Negro Topacio, guiándome por los serpenteantes pasillos. Dos chicos juegan con una Pulpo, la hacen rebotar contra las paredes y se ríen a nuestro paso. Nos miran con indiferencia pero atentos. Deben pensar qué llevamos en las cajas. El Negro no vive adentro de la villa, pero es del barrio y conoce gente.
El sol se nos parte sobre la cabeza: deben ser las doce del mediodía. No veo mi sombra en el suelo de tierra y cemento, se ha fugado. El Negro camina rápido, y lo pierdo en los recodos. Algunos cuerpos se asoman al pasillo para ver qué pasa, al Negro lo saludan, a mí me miran en silencio. Paramos ante una casilla de madera cuarteada, grisácea, el Negro golpea la puerta de chapa. Alguien abre, el Negro Topacio pregunta por Susana, desde la penumbra le dicen que pase.
–Vamos- me dice Topacio. Entramos. Un horno, el calor se mezcla con un rancio olor a humedad que hace fermentar el ambiente.
En un rincón del cuarto, que es comedor, cocina, dormitorio a la vez, está Susana tirada en la cama. Me ve y se sonríe, se incorpora, el pelo lacio, largo, negro, brazos enjutos. Me acercó y le doy un beso, me agarra la cara con las dos manos; está transpirada: tiene fiebre. Es la primera vez que nos vemos, pero es evidente que el Negro ya le habló de mí. – Susana, esta grandecita tu piba, eh- dice el Negro pícaro, y mirando a la “nena”: - ¿No andarás con algún macho ya vos, no?, y estalla en una carcajada aguda. La hija de Susana (la que nos abrió la puerta) se ríe: “Calláte, boludo”.
Susana me pide que me siente a los pies de su cama. “Te trajimos comida y los remedios”le digo, “con esto tenés para ir tirando hasta ver que te dice el médico”. Ella asiente en silencio y esboza una sonrisa dolorida. El Negro se acuerda de presentarme: “Es Luciano, el chico de Acción Social que te dije, de la Municipalidá. Estudia pá dotor. Seguro que alguna vez va a tener que sacar a tu pibe cuando caiga”. Me mira el Negro con su sonrisa esculpida. “El pibe sale de caño; a veces con algunos vaguitos. ¿No querés algo? Los pibes te traen.”
Las molestias corporales no evitan que Susana me largue a borbotones su historia: tiene una imperiosa necesidad de contar, y que alguien escuche. 40 años, sola, dos pibes casi adolescentes, laburo social en la villa con un comedor, hace unos meses cae enferma. Cobra un Plan Trabajar para bancar a la familia. 220 pesos. Le digo a Susana que le estamos gestionando un Plan Jefes y Jefas para ayudarla a reforzar. 150 pesos. “Si podés conseguir algo a mi pibe para que labure, cualquier cosa, para juntar ramas con la cuadrilla de la delegación, algo. No quiero que salga por ahí a afanar.” Susana se enjuga las lágrimas con el dedo. El Negro no nos presta atención. Le está mirando el culo a la hija de Susana.
“Vamos a ver, Susana. Por ahí le conseguimos algo.”, le contesto, pero íntimamente sé que es difícil, que me cuesta mucho conseguir cosas, que hay que tener peso político para obtener unos míseros planes y que lo que hay en los depósitos de Acción Social nunca alcanza, que para sacar cualquier cosa hay que negociar políticamente, armar una cadena de favores, encontrar a la persona adecuada que te facilite el laburo. A veces, esas personas gauchas están, a veces no.
Y le tendría que explicar también a Susana que muchos encumbrados funcionarios municipales y concejales se autoasignan un amplio lote de Planes par repartir y regalar a hijos y familiares pudientes, para que puedan ir a gastar esa guita a los shoppings. Pero no. El Negro y yo no le decimos nada a Susana, para qué amargarla más. No todo lo que se ve en la política es grato. “Gracias por venir” me dice Susana, emocionada. Me molesta que se emocione, porque sólo le trajimos un poco de comida y medicamentos, no le solucionamos la vida ni mucho menos. Pero después pienso que acá nadie viene, nadie se preocupa, y entiendo que su emoción no pasa por la comida y los remedios en sí. Nos abrazamos. El Negro no le saca la vista a la “nena”. La tele está prendida en un noticiero, pero nadie le presta atención. Acá la realidad es otra. El Negro Topacio me hace una seña para irnos.
Salimos en silencio de ese laberinto.
- ¿Te imaginás vos viviendo acá adentro?- me tira el Negro, palmeándome la espalda. Suelta otra de sus filosas carcajadas. Me siento raro, no sé si reírme con él, o llorar. Lo acompaño al Negro a su casita, me invita a comer, le digo no, me voy, nos vemos mañana en la Municipalidad.
El atardecer me encuentra volviendo a mi barrio residencial, a otra cotidianeidad, a un mundo otro. Pienso que esa noche cuando me acueste en la lejanía de mi cama, los sueños me traerán la imagen de Susana.
Sucedido en Lomas de Zamora, algún día de marzo de 2002.