Los años noventa me encontraron en bizantinas discusiones con amigos, conocidos y extraños acerca de lo que ellos consideraban las inmensas bondades de las privatizaciones.
Entusiasmados, mis interlocutores pontificaban sobre los beneficios de "la competencia para alcanzar un buen servicio", " la posibilidad de elegir", " ahora sí, con los privados es otra cosa".
Se trataba del discurso socialmente instalado que la clase media repetía como una verdad revelada e incontrastable. El Estado era (es) un intruso que viene a llevarse la plata de los argentinos. La ola privatizadora significó, para la clase media más tilinga y alienada, un triunfo cultural. Los tiempos del tardocapitalismo posmoderno afianzaron esa adoración por lo privado; la clase media blandía con orgullo los argumentos oídos en la voz de clarividentes economistas que nos decían cómo debía ser el país. Tiempo donde el único lenguaje posible es el económico, el de los datos y las estadísticas que "explican la realidad objetivamente". Para esa clase media, lo político y lo público son áreas de sospecha, suciedad y robo.
No voy a hacer una valoración técnica de la medida del gobierno; otros lo hicieron, y muy claramente. Más bien me referiré a la profunda herida cultural que decisiones como ésta provocan en el orgullo clasemediero.
La realidad les pone brutalmente en la cara el fracaso del paradigma de lo privado, pero incurren en evasivas e insultos a la "Perra que confisca y hace caja con mi dinero", para evitar aceptar la cruel verdad: que se comieron el enésimo verso del mercado justo y del derrame que nos haría a todos felices.
Las privatizaciones de la década menemista constituyeron la más grande transferencia de activos del Estado al sector privado en toda la historia argentina: el despojo más oprobioso que pudimos sufrir, y que fue avalado con fervor por esas clases medias, que ahora en vez de hacerse cargo de sus comportamientos políticos, prefiere putear histérica porque se estatiza; "la pesadilla" vuelve otra vez.
Gestualidad cultural que persiste aún en la evidencia de que ese paradigma estalla en una crisis internacional que nuevamente van a pagar los boludos de siempre, pero que no por ello reduce la elocuencia de ese fracaso. Pero no, la clase media sigue echándole la culpa al Estado.
La caída del régimen de capitalización jubilatoria era la crónica de una muerte anunciada; un experimento innecesario que sólo se puso en práctica para continuar el desguace del Estado, quitándole potestades indelegables para reducirlo a ser el exclusivo gendarme de las ganancias del capital concentrado. El negocio era que los bancos cobraran sus jugosas comisiones, garantizar el pago de las jubilaciones sería problema del Estado. La clase media salió en masa "a elegir" y especuló con "cobrar más guita" en las AFJP. El bolsillo antes que nada, como siempre.
El problema es que siempre los terminan cagando, pero ellos se ciegan: siguen echándole la culpa al Estado.
Escucho nuevamente ahora las palabras de moda: confiscación, caja, robo. Todo a cargo del Estado, ése mismo que siempre termina siendo el garante último de aquellos que lo vilipendian, aquellos que gracias a esta decisión del peronismo (eso también les duele) podrán cobrar "algo".
Muchos deberían no cobrar nada, e inmolarse con su orgullo, apostando al capital.
Entusiasmados, mis interlocutores pontificaban sobre los beneficios de "la competencia para alcanzar un buen servicio", " la posibilidad de elegir", " ahora sí, con los privados es otra cosa".
Se trataba del discurso socialmente instalado que la clase media repetía como una verdad revelada e incontrastable. El Estado era (es) un intruso que viene a llevarse la plata de los argentinos. La ola privatizadora significó, para la clase media más tilinga y alienada, un triunfo cultural. Los tiempos del tardocapitalismo posmoderno afianzaron esa adoración por lo privado; la clase media blandía con orgullo los argumentos oídos en la voz de clarividentes economistas que nos decían cómo debía ser el país. Tiempo donde el único lenguaje posible es el económico, el de los datos y las estadísticas que "explican la realidad objetivamente". Para esa clase media, lo político y lo público son áreas de sospecha, suciedad y robo.
No voy a hacer una valoración técnica de la medida del gobierno; otros lo hicieron, y muy claramente. Más bien me referiré a la profunda herida cultural que decisiones como ésta provocan en el orgullo clasemediero.
La realidad les pone brutalmente en la cara el fracaso del paradigma de lo privado, pero incurren en evasivas e insultos a la "Perra que confisca y hace caja con mi dinero", para evitar aceptar la cruel verdad: que se comieron el enésimo verso del mercado justo y del derrame que nos haría a todos felices.
Las privatizaciones de la década menemista constituyeron la más grande transferencia de activos del Estado al sector privado en toda la historia argentina: el despojo más oprobioso que pudimos sufrir, y que fue avalado con fervor por esas clases medias, que ahora en vez de hacerse cargo de sus comportamientos políticos, prefiere putear histérica porque se estatiza; "la pesadilla" vuelve otra vez.
Gestualidad cultural que persiste aún en la evidencia de que ese paradigma estalla en una crisis internacional que nuevamente van a pagar los boludos de siempre, pero que no por ello reduce la elocuencia de ese fracaso. Pero no, la clase media sigue echándole la culpa al Estado.
La caída del régimen de capitalización jubilatoria era la crónica de una muerte anunciada; un experimento innecesario que sólo se puso en práctica para continuar el desguace del Estado, quitándole potestades indelegables para reducirlo a ser el exclusivo gendarme de las ganancias del capital concentrado. El negocio era que los bancos cobraran sus jugosas comisiones, garantizar el pago de las jubilaciones sería problema del Estado. La clase media salió en masa "a elegir" y especuló con "cobrar más guita" en las AFJP. El bolsillo antes que nada, como siempre.
El problema es que siempre los terminan cagando, pero ellos se ciegan: siguen echándole la culpa al Estado.
Escucho nuevamente ahora las palabras de moda: confiscación, caja, robo. Todo a cargo del Estado, ése mismo que siempre termina siendo el garante último de aquellos que lo vilipendian, aquellos que gracias a esta decisión del peronismo (eso también les duele) podrán cobrar "algo".
Muchos deberían no cobrar nada, e inmolarse con su orgullo, apostando al capital.