La pluma duhaldista solicita moncloísmo sobre cimientos bipartidistas, y en el ordenamiento político que imagina, se ocupa de situar a Macri fuera del peronismo. Felipe Solá fue el primero pero no será el último que califique como lamentable cada paso en falso que dé la Mesa de Enlace cada vez que intente rebasar el perímetro posibilista que limita todo reclamo gremial. Los gobernadores y presidenciables peronistas procurarán que la barca fondee en aguas marasmáticas, y Kirchner también se pronuncia buscando asegurar continuidades en el trazo grueso de un nuevo cauce político que incómodamente cristaliza la cohabitación de axiomas menemistas y kirchneristas igualmente válidos.
Emparentar la “superación” de la actual etapa con imperativas nuevas identidades políticas de inminente parto es tan sólo el dato de un elegante escapismo hacia los atribulados confines del chamuyo. No es casual que (aun con cálculos y potencialidades disímiles) Duhalde y Kirchner contabilicen agrupamientos político-partidarios futuros de modo análogo, midiendo articulaciones, correlaciones y antagonismos sobre las bases de lo real, con ellos dentro del peronismo y “la derecha” afuera. Sin supravalorar la incidencia fáctica de ambos ex –presidentes en el desenvolvimiento de armados, sus discursos documentan sensaciones que lejos están de ser una isla: 1. los severos obstáculos que esperan a Macri para reeditar una alianza neomenemista, y 2. la necesaria reintroducción del radicalismo como interlocutor político de élite reabsorbiendo representaciones atomizadas y procurando restituir un poder de fuego territorial si es que Stolbizer logra desempolvar algunas fotos sepias. Ni bipartidismo a la carta, ni polarización a la europea con ensalada Laclau, pero sí una dinámica que puede alterar la manta corta de los tres tercios desde el socavón de “la vieja política”. En este sentido, siguen siendo las perimidas y vetustas tradiciones (en sus expresiones mutantes) las que inauguran ciclos políticos que van fijando una educación de la democracia manifiesta (alfonsinismo, menemismo, kirchnerismo) de acuerdo al pulso popular.
Son estos mojones políticos los que cristalizan qué es lo que hay y qué es lo que falta realmente, qué cuestiones se van sedimentando como piso para dejar de ser debatibles y qué otras viene a ocupar el campo fértil del orden del día. No leer el palimpsesto democrático equivale a la reproducción de pétreas plegarias a izquierda y derecha, que viene regando las plantas del balcón preferido: más que otro ladrillo en la pared, otro tomo en el anaquel. Y lo peor es que esa acumulación de prosa herrumbrada que cuenta barbaries neoliberales y populistas que “seguirían explicando la historia”, no interpela a las complejas mayorías, ya no lo hace.
De ahí que tanto el cargado denuesto de Kirchner y el progresismo al noventismo neoliberal y a sus neoformas macristas, como los espasmos institucional-republicanistas del derechismo partidario contra el terror kirchnerista no tengan anclajes más que marginales en el otrora epopéyico pueblo.
Cuando otros piden la coherencia en las convicciones de las ideas, yo pido la coherencia del pragmatismo de las ideas.
La sociedad menemizada (y por lo tanto, la más compleja de abordar políticamente para decodificar sus intereses) es la que votó en masa a Kirchner, y esta sociedad kirchnerizada votará (esperemos) a un peronista de derecha dentro de dos años: el humus social será en ese tiempo muy otro, porque el kirchnerismo habrá sedimentado muchas más capas del suelo democrático.
El kirchnerismo ya es rehén de su relato sembrado en años hegemónicos: por eso se habla de la pobreza, por eso todos tienen su proyectito de ingreso universal en las gateras, por eso se tuvo que frenar el aumento de tarifas. Y está bien (¿cómo había dicho Duhalde después de 2001?: “con la gente ya no se jode”, algo así), Kirchner lo hizo.
Desde el 28J y durante estos dos años se verá la zona menos florida del valle de la vendimia kirchnerista: un 30% de pobres para quiénes la retórica dorada del pleno empleo y la movilidad social ascendente es una lejanía palpable. Se trataría de comprender en qué medida, como dice Ezequiel, la sociedad del trabajo no asoma en las perspectivas inmediatas de muchas familias del núcleo duro.
Cuando en el 2002 yo tenía que asignar los Planes Jefes y Jefas de Hogar, las madres solas aparecían a la cabeza. No podían ir a laburar. No estaban en condiciones materiales ni espirituales para hacerlo. El otro núcleo eran los adolescentes y jóvenes sin escolaridad y a la deriva, para quiénes la factibilidad de la vida laboral era una quimera.
Con el kirchnerismo, una porción de ese núcleo pudo experimentar la volatilidad del trabajo en negro, pero no mucho más. Estamos lejos de aceptar (como sociedad) una ciudadanía social: ¿Quién se hace cargo de la imposibilidad material de acceder al empleo?, ésa es la pregunta que uno se hace cuando sale de una villa del conurbano, y que Cristina elude hacerse cuando habla (desde lo teórico, de manera correcta) de igualdad de oportunidades como un velado eufemismo que no hace más que confirmar aquello que decíamos hace algunos meses: los costosos límites autoimpuestos por el kirchnerismo para desarrollar su política social. La web del Ministerio de Desarrollo Social solía tener la típica frase insignia, bien pelotuda, bien FLACSO, “la asistencia social no debe ser clientelismo”. Una sobredosis progre en el área menos indicada. Ya lo sabíamos: los Kirchner siempre dijeron que la mejor política social es el trabajo, y lo que la coyuntura hace es tan sólo constatar los límites de una concepción, traduciéndola en costo político.
El gobierno debería asimilar la crítica de la pobreza: en una repasada panorámica de las argumentaciones que exhiben las espadas kirchneristas en los últimos días (Depetri, Cabandié, son algunos que me vienen a la memoria ahora), las enunciaciones se reducen a enumerar el pasado reciente: los cuatro millones de puestos de empleo y los dos millones de nuevos jubilados parecerían obrar como límite, y como sorda respuesta hacia el futuro; los que no votaron a Kirchner en junio, querían saber, quieren saber que va a pasar de aquí en adelante, no recordar la obra que ya habían votado. Alegar “falta de memoria” popular es pereza política, o paternalismo iluminado. Y el kirchnerismo está empastado en eso, en no hablar del futuro: se sabía que al final del túnel, cuando las cosas hubieran mejorado, el tema de la pobreza se sentaría en primera fila para acechar el viejo dilema kirchnerista.
Sería conveniente también no caer en una guerra de porcentajes con la que sólo puede entusiasmarse una oposición que después de ganar una elección se deshace en grotescas incapacidades (hasta los periodistas políticos con menos luces se cansan de tirar letra): cuando la Negra Camaño preguntó“¿Alguien tiene una propuesta alternativa a la nuestra?” sobre facultades delegadas, lo dijo todo.
Hablar del futuro, porque dos años es mucho tiempo. No indignarse, aun cuando quiénes se escandalicen por la pobreza sean tipos como Biolcatti, que hacen de la impostura una costumbre. Yo no pondría en esa bolsa a la Iglesia, y menos aún a Bergoglio, que muuuucho antes que Cardenal, es un hombre político. Es el tipo que se sentó en el 2002 con Moyano y Duhalde en la mesa que parió al kirchnerismo, esa mesa en la cuál la CTA y Solanas no estaban.
Dos años para hacer política social, y que el subsidio entre a través de las madres, de las mujeres. Y por otro lado, hacer la épica de nuestros tiempos: el blanqueo laboral. En este aspecto todavía estamos en aquella fase de la educación menemista: la burocracia estatal se preparó para constituir ejércitos de inspectores de AFIP o ARBA. Todavía no se naturalizó que el otro ejército de inspectores, el que falta, es el del Ministerio de Trabajo.