Caminando por la placita que está frente a mi casa, bajo un sol inmisericorde, viene hacia mi una joven madre con su diminuto niño en el cochecito, y al mismo tiempo que me sonríe, me alcanza un papel mientras me dice con una candidez arrobadora: “¿Te había dado uno, o no?” No, no me diste. Leo: Viernes, 19 hs. Rogativas contra la Inseguridad. No faltes. Es en una Iglesia cercana. La joven mamá me acota que es abierto a todos los credos, porque no se trata de un tema religioso. Le podría decir que yo no profeso ninguno, que no creo. En cambio le agradezco la invitación, plétorico ante su caudalosa ternura de madre. Es un ángel. Y no tengo porqué pensar que sus preocupaciones son insinceras.
Mi barrio es de casas bajas, algunos chalets, y los vecinos son de aquellos que no están interesados en política, ni exhiben entre sus prioridades los deseos de la movilización popular y el estado asambleario permanente. A lo sumo algún aislado reclamo municipal por luminarias, en alguna época remota. Ni aun en los peores momentos político-sociales del país se exteriorizó un ánimo participativo en mi barrio. Ni siquiera en aquel memorable Apagón aliancista, ni cuando las apetencias caceroleras eran una placentera tentación.
Y acaso los vecinos de mi barrio tengan una sabiduría taciturna e incalculable, porque, como todos sabemos, en el fondo, la participación ciudadana no es más que un mísero fetiche blandido con desgano programático por las progresías durante sucintas campañas electorales. Nadie merece vivir en estado de asamblea permanente.
Entonces pienso que, si parte del barrio ha decidido situarse en convocatoria pública en la Iglesia de acá a cuatro cuadras para tan sólo orar para que “el mal cese”, es porque hay un problema concreto.
Querer aventarlo manifestando que la inseguridad es una construcción de sensaciones a cargo de las empresas periodísticas es tan sólo agigantar el problema que existe. Es sabido el tratamiento distorsivo que los medios hacen del tema, Zaffaroni teorizó largamente sobre las campañas de ley y orden.
Pero confundir los falaces tratamientos con la inexistencia del problema de la inseguridad equivale a una negación irresponsable, negación absolutamente propulsora de discursos eficazmente simplistas, represivos, que terminan en “la pena de muerte”.
Gran parte del avance del problema se asienta en los variados ideologismos progresistas que predisponen a la ceguera y a la inacción: esos que dicen que la inseguridad es un problema exclusivamente social, y que por tanto se solucionará el día que la pobreza quede definitivamente finiquitada por las eficaces medidas que tomaría algún gobierno revolucionario alguna vez en la historia; esos que dicen que todo reclamo por la inseguridad es ineluctablemente “de clase” y políticamente “de derecha”, y por tanto serían ilegítimos y desechables, como si desatender un reclamo social (aun ideológica y metodológicamente equivocado) fuere una sabia decisión de Estado.
Pidiendo que no vaya nadie a las marchas contra la inseguridad porque “son un nido de fachos con guita que merecen lo que les pasa” significa no ponerse por encima de las desmesuras, horrores ideológicos y miserias de una sociedad que es parte del problema, pero frente a la cual es ocioso deshacerse en acusaciones de alienación clasista y por lo demás quedarse de brazos cruzados; el Estado no puede darse el lujo de diagnosticar las causas del drama y no tomar medidas concretas.
La inseguridad es la llaga inapelable que nos recuerda a todos, y todos los días, el flagrante y artero retiro del Estado social desde la dictadura. Radicales, milicos y peronistas, dirigencias políticas hermanadas por propugnar o conceder la fuga estatal, por hacer zozobrar las mínimas instancias que hacen posible hablar de un contrato social. La inseguridad pone en riesgo parámetros básicos, por eso tiende a movilizar.
No comprender esto, e insistir en ideologismos berretas que sólo contentan la buena conciencia pero que omiten referirse a políticas concretas que las áreas vinculadas a la seguridad necesitan implementar es contribuir a la gestación de la bola de nieve.
Un dato: la inseguridad no es patrimonio exclusivo de las capas medias y altas. Ya no es un exclusivo fenómeno de blumberización en countrys de zona norte.
Los sectores populares padecen la situación, en la villa, el monoblock o la barriada hay afano, asesinato y miedo. Empezar a derribar mitos es la mejor forma de sincerar la problemática.
Que la eminente doctora Argibay deje de hacerse la boluda, se dé un baño de vida real y finalmente vuelva a la Argentina, también ayudaría.
¿Nadie se pregunta por qué De Narváez sacó un 18% de los votos en la PBA con boleta propia y sin enganches traccionadores en 2007?
Cuando existe un problema hay que abordarlo y tratar de solucionarlo, porque sino te hacés cargo, viene otro y lo hace (a su manera) por vos, la política funciona de este ingrato modo.
El tabú progre lo agarró De Narváez, y lo tornó persistente caballito de batalla: al Colorado muchos lo califican como un chorro y un chanta, pero al mismo tiempo dicen que “el tipo por lo menos quiere hacer algo contra la inseguridad”.
Lo estoy escuchando de muchas personas, y no precisamente todos blanquitos de clase media. Me dicen “quiere hacer algo”, sea malo o bueno. El reflejo es que el Colo parece querer hacer algo, el resto ni siquiera querría. Algunas de estas personas me manifiestan que votarán a De Narváez, aun cuando son perfectamente conscientes que el tipo es “un chanta”, y que probablemente “no cumpla con lo que promete”. Pero “algo hay que hacer” me dicen, porque la gente “se va a cansar”.
Cuando las urnas anuncien que De Narváez hizo una elección envidiablemente superior a la de un amoroso Sabbatella de peluche, y que su caudal de votos sea lo suficientemente significativo como para no poder decir que sólo lo votaron las clases medias filonazis del primer cordón norteño del GBA, habrá que empezar a pensar cual es la real y concreta magnitud del problema de la inseguridad, y que pide el pueblo cuando vota.