Venía con unos riachos de sangre que le armaban un delta en la parte blanca de los ojos, y hacía una solicitud desesperada de psicofármacos, decía que no podía dormir. Nosotros teníamos los medicamentos guardados en una caja de cartón que alguna vez embaló a un televisor philips, escondida en el baño. Se dejaba caer en la silla, resoplaba, sacaba un pañuelito roñoso del bolsillo del saco y se lo pasaba por la nuca negra para sacarse la transpiración. Cuando levantaba el brazo, el saco se le abría y dejaba ver el revolver en la sobaquera. El calor estaba afuera, pero en esa oficina del Concejo lideraba la frescura del contrafrente, de un edificio municipal de hormigón moderno que daba al pulmón de manzana. Le digo: Negro, venís muy seguido a pedir, así no va, nosotros no somos una farmacia. Y el Negro decía siiii, ya sé nene, y largaba el vómito habitual de excusas, era insoportable el Negro cuando balbuceaba el ruego medicinal, mezclaba temas, decía que se iba a separar de la jermu y no sé qué, me inventariaba quilombos cuya mitad eran verso, contaba anécdotas de los ´70 que no le interesaban a nadie.
Tenemos facilidad para hacernos creativos en tiempos de estrechez distributiva. La palabra ajuste nunca nos significó una tragedia que motivara ríos de tinta, sino el enésimo manos a la obra para hacer la contención social desde las limitaciones estructurales de una oficina estatal. Acá en el contrafrente, nadie tiene tiempo para conmoverse por nada. Somos autómatas de la función pública peor remunerada.
El Negro dice que lo que le doy no le hace nada, que quiere algo más fuerte. No jodas, Negro, esto es lo que hay. Lloriquea un poco, se pasa los dedos negros por el bigote gris, dice que se va a quejar con los concejales, que él necesita estar bien para el laburo. Sí Negro, andá a hablar con los ediles, pero yo sé que después no va, que se caga ante la autoridad política que lo emplea. Y sí, ser culata de un par de concejales es un trabajo estresante.
Cuando llega el recorte presupuestario, la oficina estatal legislativa se vuelve un polirrubro: la gente viene a pedir cualquier cosa, sobre todo remedios. Asesores legislativos se familiarizan con los genéricos: ibuprofeno, enalapril, ranitidina, amoxicilina, salbutamol. Las chicas de los planes caían a pedir el evanol, les daba vergüenza manguearlo, además de pobres eran tímidas, lo que pasa es que en el hospital no hay y me dijeron que acá…, decían a modo de disculpa. En realidad nosotros ya sabíamos todo lo que nos iban contando y también sabíamos quienes las mandaban, aunque a veces las chicas no nos decían, les daba timidez, y además para qué, si ellas sabían que nosotros sabíamos. Éramos creativos, y como la política nunca cesa, ya teníamos nuestro hombre en el departamento de compras del hospital. Nuestro dealer sanitario en tiempos de flaqueza distributiva.
A veces la oficina del contrafrente tenía sus jornadas relajadas, un gigantesco tiempo muerto de charlas, llamadas telefónicas, confesiones, el raje temprano al acto partidario y entonces todos los punteros hacían base ahí hasta la hora de ir a buscar los micros y levantar a la gente. En la oficina legislativa trabajaba también una especie de secretaria que atendía el teléfono y anotaba los mensajes. Una flaca muy simpática que había venido en comisión de la secretaría de gobierno. Uno de esos días vino un flaco que militaba por amor, pero que ya estaba lógicamente rentado (no hay otra militancia que la rentada, porque la única militancia que vale es la estatal) y lo pusieron como nexo oficial con los clubes y sociedades de fomento de un barrio. El pibe venía a hacer la catarsis, lo puenteaban por todos los wines, nadie le daba bola, las entidades le pedían directamente a los punteros o hablaban por teléfono con los funcionarios, el flaco estaba pintado y se daba cuenta, sufría, se estresaba, le salía un sarpullido, estaba contracturado, decía que estaba tan tenso que a veces no se le paraba, la flaca-secretaría lo escuchó y se rió en voz baja, el flaco estaba tan preocupado que no se dio cuenta, decía que si hubiera sabido que la militancia era así (y sí flaco, es así) se iba a la mierda, yo hojeaba una carpeta con las modificaciones de la ordenanza impositiva y cada tanto lo miraba, la flaca lo miraba desde su escritorio y le dice: acostate en el piso. Acostate boca abajo, que yo te camino por la espalda y te acomodo las vértebras, eso relaja mucho, lo hice varias veces y salió bien. El flaco me mira, le digo acostate boludo, que no pasa nada. Si la flaca le rompía la columna íbamos a estar jodidos, pero yo ese día ya estaba un poco cansado, y lo más probable era que no pasara nada. La flaca se levanta, tiene una pollerita de jean gastado, se baja de unos zuecos con los que hace toc-toc contra el piso todo el día, los acomoda al lado del escritorio. Levanta el pie y tantea la espalda del flaco como si probara la temperatura del agua de una pileta, y se sube. Tiene los talones un poco sucios, percudidos, y las uñas pintadas de negro, la flaca desliza los pies sobre la espalda del flaco, le surfea los omóplatos y el pibe resopla, evidentemente quiere que lo caminen todo, la flaca se ríe y lo camina haciendo equilibrio, un par de huesos crujen y se acomodan, el flaco casi gime con la boca contra el suelo y alcanza a decir que ya no le duele tanto, se ríe un poco y los tres nos reímos mientras ella lo camina con una mano apoyada en el armario, y yo espero que no entre en ese momento ningún concejal ni ningún ciudadano de la nación.