La extensión de la AUH a las embarazadas presupone, además de un impacto concreto en la trama social, un desplazamiento operativo que dejaría de atar el beneficio estrictamente a la escolarización. El trabajador social, ese cuerpo cavernoso del andamiaje municipal, te va a decir que el requisito de escolaridad es una limitación que no permite traspasar al pobrerío, que la AUH tiene que estar atada a otro fiordo estatal, a uno que interlocute diaria con más eficacia en las zonas calientes de la necesidad. Atar al sistema sanitario puede romper el cerco operativo que el sistema de seguridad social se autoimpuso en una etapa anterior de expansión inicial del beneficio, hoy ampliamente superada, y que necesita vigorizar la capacidad instalada de Anses.
Que junto a los hospitales, la inscripción al plan nacer se pueda hacer en unidades sanitarias podría ser una opción expansiva que Anses debería decidir implementar para no disminuir esta etapa de acceso a la AUH, donde lo hecho no puede ocluir aquello que en un fangal de pobreza aparece asociado a algo más que meter guita en el bolsillo, allí donde dar la guita es la condición inicial para comenzar a trabajar en una asistencia estatal más compleja por su singularidad micro. Porque atar AUH a escolaridad en esos tramos sociales a los que los 220 no llegan, implica transitar hacia el error de la ineficacia, imperdonable en la asistencia social, que como sabemos, no es ni de derecha ni de izquierda. Con poblaciones juveniles en un frenético ingreso-egreso-ingreso-egreso del sistema educativo, además de la necesidad de otros planes sociales complementarios que tengan el combo guita+masa estatal humana, si la AUH es efectivamente un derecho (aunque se conciba como plancito en la zona de fuego) tiene que buscarse otro anclaje adicional o muletto a la escolaridad: para que el pibe no quede renunciado al beneficio en la primera de cambio, sobre todo cuando la recidiva escolar aparece con la misma naturalidad con la que se puede prescindir de la AUH, esa misma naturalidad con la que los pibes esperan la baja del beneficio (y que tarda un par de meses en los que zafan y cobran los 220, y lo dicen con naturalidad, sin quejarse) una vez rajados de una escuela que les choca, esa naturalidad que, obviamente, no está en los hijos de padres seisieteochistas, padres que con amabilidad, con bondad sovietizante, cantan: Paka-Paka o muerte.