La cosecha amarga de la reflexión voluntarista que respaldó la expectativa de un pos-peronismo de la mano de Kirchner (algo que también se pensó con Menem) radica en la imposibilidad de soslayar la centralidad política del peronismo real (el Partido Justicialista y sus derivaciones orgánicas) en cualquier acumulación político-popular. Inclusive la actual realización del progresismo posible que ensayan Néstor y Cristina es viable sobre los cimientos del macizo real justicialista ortodoxo-renovador: sindicatos, gobernadores e intendentes del conurbano bonaerense. Cuando llega a esta perturbadora conclusión, el analista político suele actuar con hipocresía: encierra a la hija loca en la buhardilla antes de que lleguen visitas a la mansión, y no estamos hablando de alguna novela de Charlotte Bronte.
Reconocer esta centralidad obliga a sentarse cara a cara con prácticas políticas que expresan una idiosincrasia extraña a quienes no están familiarizados con ella y que al mismo tiempo tienen inoculada una visión rígida (por lo ideal) de lo que una política popular debe ser.
Se trataría de comprender que las formas militantes no son unidimensionales: la construcción política no puede ser leída ni entendida como la estricta consecuencia de un compromiso de ideas. La sociedad no es nacional y popular en términos de corredor ideológico, y esto supone que nadie se escandalice porque un empresario tiene mucha guita, que nadie se indigne porque es “explotado” en relación de dependencia, y que nadie se avergüence de pedir un mejor accionar de las fuerzas de seguridad ante la inermidad del robo o la violación. La acción política pisa sobre la realidad social y oscila sobre complejas tramas que no creó, pero que tampoco puede rechazar o negar sin sacrificar eficacia operativa. Del 30% de pobres y su circunstancia pueden hablar muchos con distintos grados de pasión, análisis y propuesta. Pero el dispositivo político-estatal que asume la tramitación diaria de su destino es mucho más acotado e integrado a esa idiosincrasia: esa horizontalidad política la sigue expresando el peronismo real (es decir, el pejota), del cual se puede decir entonces que es muuucho más que una maquinita electoral.
El macizo justicialista expresa un espacio de prácticas que se enlazan con quehaceres de la vida cotidiana que sólo secundariamente pueden designarse como exclusivamente políticas. Esto supone una disminución concreta de las intensidades ideológicas que suelen ordenar (al menos nominalmente) el campo de las diferencias políticas en ámbitos cupulares, y ello opera trazando una resignificación del contenido de la acción de la estructura partidaria. Esa acción debe adaptarse a las necesidades operativas que surgen del reclamo expreso o tácito de la comunidad, y es posible que en ese proceso de reacomodamiento, las verónicas ideológicas más inmaculadamente principistas vayan quedando en el camino. La presencia del “aparato” permite desplegar una acción organizada y flexible que lejos está de limitarse a garantizar el éxito de una elección interna u otros requerimientos partidarios de absoluta ocasionalidad para la mayoría de la sociedad con la que este dispositivo interactúa.
Uno de los grandes mitos que alienta el establishment intelectual, mediático y político es el del utilitarismo electoralista como exclusiva razón de ser de la estructura partidaria y social justicialista, negando aviesamente la sustancialidad político-institucional (dar cauce allí donde no hay Estado) de ese macizo durante los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año.
Toda valoración honesta e imparcial que se haga de las formas y los fondos de la práctica política pejotista no puede ignorar el estado de defensividad que condiciona y fija una matriz cultural sobre la cual descansan y se desarrollan diversas relaciones socio-políticas. Comprender esto significaría comprender porque un municipio como Florencio Varela sólo puede ser administrado por un gobierno justicialista fraguado empíricamente durante los años de la gobernación duhaldista (es decir, bajo el clima social y de transformación violenta que supusieron las reformas estructurales que ocurrían nacionalmente, y que revestían una singularidad autónoma en el territorio bonaerense, de acuerdo a las defensas orgánicas que el macizo justicialista desplegaba en tácita oposición al rumbo del gobierno nacional), lo mismo que Berazategui. Sin embargo, la referencia estandarizada prefiere partir de ilusiorias elucubraciones idealizadas que no tiene ningún correlato con la experiencia cotidiana en la que se enfrentan dos confines: el Estado y la sociedad en sus zonas fronterizas. Estado y sociedad marginales: misma idiosincrasia, el socavón donde se amalgaman las mismas identidades. Un espacio aceitoso, sucio y pegajoso al que la política más altruista no quiere descender.
La producción política que surge de esa zona oscura no puede entonces abstraerse de los actores, coyunturas y posibilidades que le son propias. Esta cuestión es muy difícil de aceptar por parte de las fuerzas políticas que miran desde afuera.
Aceptar la desmesura, las formas violentas de la vida cotidiana, los coqueteos con cierta ilegalidad para llegar a un objetivo legítimo. Entender que los cauces jurídicos en un terreno yermo pueden ser más opresivos de seres humanos o lesivos de derechos que se dicen defender. La acción política desprolija puede ser a veces el acto reparatorio concreto que otros sólo declaman cumplir.
En muchos aspectos, la política es acompañar una identidad (no política, sino de los ajetreos de la vida cotidiana) en vez de narrarla, describirla o adaptarla a mi comodidad. Es ese el primer eslabón para una vendimia popular. Pero el macizo justicialista (el bonaerense) debiera dar ahora el paso más arduo: poder disociar defensividad institucional de defensividad política. Mesitas políticas en el conurbano.