“El itinerario de Ledesma es propio de la permisiva cultura política del justicialismo, en la que el cambio de camiseta durante el partido es una regla aceptada.”
¿Hasta que punto los reparos autoimpuestos para analizar el hecho político invisibilizan toda una trama de valores, prácticas e historias domésticas y microfísicas de la vida cotidiana de la política fuera de la marquesina mediática?
En la narración del periodista nunca aparece la crónica diaria de una militancia; lo que sólo se ve en el análisis (como en este de Wainfeld) es un antojadizo emergente devenido en máxima: aceptar el relato de una verdad fraguada desde el verticalismo dirigencial. Ledesma “lo abandonó” a Kirchner, ahora “deja” a De Narváez y éste “lo echa”.
Este es un discurso muy introyectado en las mentes pálidas tanto a derecha como a izquierda.
Refleja una concepción rígida y abstracta de la organización política (basada exclusivamente en la homogeneidad de ideas) que suele articularse mal con la dinámica real que se expresa en los vaivenes de una militancia activando diariamente en la construcción política (construcción que no sólo es la de promover el bienestar comunitario por amor vocacional, sino la de construir espacios de poder y acumulación para el posicionamiento dentro de la estructura).
Efectivamente, las ambiciones del militante político no son estrictamente las de trabajar “para un mundo mejor” (como piensan los cultores del altruismo irrestricto declamado pero no practicado), sino también la de obtener una recompensa personal y escalar en la pirámide del poder; sería una falta de respeto al militante agradecerle sus servicios y premiar sus méritos con una cordial palmadita en la espalda o dedicándole un emotivo discurso: no se come, ni se llena la víscera más sensible con la insípida ingravidez de “las convicciones”.
Quizás lo que no entiendan o no quieran asumir Wainfeld y un amplio colectivo político que dice portar inquietudes populares, es que, sencillamente, hay que pagar.
La lealtad política no es un club de amigos, y lo decíamos ayer: una fuerza política que no defiende los intereses materiales de sus militantes, no puede construir una opción de mayorías duradera. Hay que pagar.
La historia es conocida: Ledesma bancó a Kirchner cuando no era nadie, Kirchner no pagó (o pagó mal, que es lo mismo) y fue desleal al tipo que lo trajo al conurbano; dañada la confianza política, el militante rumbea hacia lugares más hospitalarios donde su trabajo pueda ser reconocido. El Colorado era lo que había, como dijo el Negro, pero no era difícil ver la inviabilidad política de un espacio que desprecia “el lastre militante” y contraviene así costumbres tácitas del peronismo, y que no asume una agenda política superadora de lo existente.
La deslealtad corresponde a De Narváez, como en su momento correspondió a Kirchner, porque no protegieron al militante.
En los medios, y en el análisis político, se presenta la cuestión como “la febril traición mercenaria” que anida en el impresentable pejotista. Kirchner y De Narváez saben que las cosas no son así. Hay que pagar.
A Wainfeld lo veo muy preocupado por que no se desordene el salón rococó en el que el kirchnerismo recibirá al centroizquierda durante estos dos años. La discusión es otra.