martes, 8 de diciembre de 2009


Son muchas las estaciones nocturnas en las que reposan aquellas cosas que debieran haber sido. Lo que socialmente no pueda contarse dentro del acervo kirchnerista remitirá a una sacra y plácida (persistente) nostalgia menemista, aquellos buenos y viejos tiempos son parte de una memoria de andenes, bares y colas para pagar el saldo de la tarjeta de crédito. Es así. Está bien que sea así. Es la realidad efectiva. Quién herede y vea, verá la luz.

En estos ocho años de ininterrupción peronista, creció un cancionero de quienes se proclaman a la izquierda de la realidad política (sectores políticos que se preparan para asistir a sus propios velatorios perennes) exigiendo una supuesta reforma progresiva del sistema tributario nacional. Coincidirían, estos grupos políticos, en la imperatividad de estas reformas estructurales.

El voluntarismo suele llevarse malamente con el Estado en ejecución. Suelen ser, también, senderos que no se cruzan.

Se dice en claustros, institutos y fundaciones de estudios económicos, que el gobierno debió haber promovido esta ansiada reforma tributaria. Citarán profusas estadísticas que documentarán la regresividad del sistema, harán la trillada comparación con los países de la OCDE sobre presión tributaria (un clásico), recitarán a coro la injusticia del esquema basado en impuestos indirectos. Un frondoso repertoir con el que Zlotogwiazda fatigó redacciones y estudios de tevé hasta el hartazgo desde los días aciagos en los que Menem se comía dos hiperinflaciones después de casi dos años de gobierno y antes del Orden impuesto por la Convertibilidad.

La economía argentina no estuvo nunca en estos ocho años en condiciones de promover una reforma progresiva de impuestos. Es más, hacerlo hubiera provocado más problemas que soluciones, porque todo esto impacta en el esquema de producción y el consumo de modo directo, y en la capacidad real del Estado para gestionar los recursos. Quiénes dicen que la reforma impositiva era viable, mienten o tienen buenas intenciones.

La economía argentina tiene que cambiar muchas cosas antes de tomar medidas progresivas en los gravámenes; porque la progresividad afecta no sólo a los que  degennaristamente se les llaman  los cuatro vivos que manejan el país”, sino a un complejo y amplio entramado productivo, cuentapropista y asalariado que verificará el impacto de las medidas en su bolsillo, y no del modo más festivo.

A cualquier reforma de estas características le precede un largo tiempo de paciente blanqueo laboral que todavía está lejos de consumarse, y que debe hacerse en las condiciones tributarias existentes. Meter mano en el impuesto a las Ganancias Personales con un mercado laboral precario y ennegrecido es prender la mecha en la santabárbara, y yo no creo que Tomada quiera tener más laburo del que tiene (y que muy bien hace). Los que plantean alegremente la “progresividad o muerte” deben tener un desconocimiento rampante del panorama de ingresos de la sociedad.

Dentro del derrame todo, fuera de él, nada. Así lo entiende correctamente el gobierno nacional, bajo fragua de otro peronismo: el menemista. Néstor y Cristina realizaron el derrame, sólo llamado “redistribución del ingreso” por confusión, o acaso, delicadeza.

Que una reforma tributaria sea acogida en las puertas del cielo social está directamente relacionado con una bonanza del poder adquisitivo corroído. Y los días proto-navideños confirman (el índice del supermercado según el Hugo) que lo gradualmente persistente y progresivo es la inflación, ese detalle gris que pone de mal humor al Pueblo. En aquella coyuntura hiperinflacionaria (que hoy está soterrada, salvo que Cobos no siga las instrucciones de Duhalde:-), Menem comprendió cómo era que debía construirse la base tributaria para el superávit fiscal. Por eso ningún gobierno posterior tocó los tributos: el IVA es el bastión del modelo kirchnerista, y por eso los Kirchner fomentaron el consumo popular. Es muy difícil imaginar a los que pregonan la progresividad impositiva haciéndose cargo estatalmente de las consecuencias que esa medida provocaría hoy. Blanqueo y asistencia por largos años, con eso alcanza por ahora.

Pero para eso hoy se verifica un problema que está en el Estado, y que el economista Jorge Gaggero explica con claridad: “el reciente retroceso en el curso de avance de la consolidación y profesionalización de la administración tributaria nacional (AFIP) posterior a la crisis de 2001-02, expresado en la discontinuidad de sus conducciones y de las estructuras de cuadros superiores de gestión”.

Pero como Gaggero tiene sus propias ideas políticas, omite que el fortalecimiento de la administración tributaria es largamente anterior al post-2001: fue el peronismo menemista el que ordenó y dotó de cuadros técnicos al proceso de recaudación impositiva del Estado Nacional, haciendo eficaz la administración tributaria para atacar la evasión, presupuestos básicos antes de cualquier reforma estructural del sistema, y más en países latinoamericanos con bajo PBI per cápita. Precisamente, es este aspecto básico de la gestión estatal el que está fallando ahora, y que con tanta sangre construyó el Estado menemista. Es evidente que la “politización” de ciertas áreas de administración económica que no la necesitan, tiende a desviar los objetivos. La épica es combatir la evasión y profesionalizar aún más al Estado en rol recaudatorio. La progresividad será para quienes gobiernen dentro de diez años.