Calificar como “genocidio económico” al gobierno menemista es tan temerario e impreciso como designar “menemismo con derechos humanos” al kirchnerismo. Ambas etiquetas esconden en realidad una incapacidad analítica que impide extender la mirada hacia los complejos claroscuros que habitan en todo proceso político. Que ambas definiciones provengan de la usina conceptual de los vocacionalmente insatisfechos (esos que circunscriben la propias acción política a un continuo pedido de informes) no hace sino acrecentar la necesidad de que ambos slogans sean profundamente revisados.
Hubo un tiempo en el que estar a la izquierda del peronismo era caminar por una bullanguera peatonal ideológica: la mayoría de esos rostros paseantes se reconocían, cómplices, en el regocijo del “yo no lo voté” (ese atronador cantito-insignia que hacía enronquecer las gargantas de los jóvenes radicales y franjistas ¿se acuerdan?), frase que en su onda expansiva transmutaba en dedo acusador: “yo no lo voté, lo votaron los negros”.
En esa caminata eufórica y tumultuosa por la rambla antimenemista, Luisito Zamora y Crespo Campos se daban la mano, y Verbitsky y Grondona escribían casi al unísono sus libros sobre corrupción. Se trataba de una festiva salida de sábado por la noche, pero a la cual ningún negrito hambreado estaba invitado; en todo caso, los paseantes hablaban “en nombre” de aquellos, y los subsumían en el impersonal sintagma “exclusión social” o bajo la abstracta “línea de pobreza”. Allá lejos, en el foso de la sociedad, se seguía autogestionando la supervivencia en medio de la miseria, a cargo de las propias víctimas: con la llegada de los australes alfonsinistas, se iniciaba un largo tiempo de vida a la intemperie, donde la única gran diferencia que visualizaban los condenados de la tierra era que con Menem se terminaban los latigazos de la hiperinflación sobre la víscera más sensible. Más precariamente, recibían el goteo del bono solidario y el plan arraigo como espectros del Estado ido, y sí, un sucedáneo perverso de lo que la presencia estatal supo ser en la memoria de los sectores populares.
El peronismo menemista es la expresión política de la respuesta posible a la coyuntura hiperinflacionaria de 1989, porque a la hora de presentar ofertas al desmadre latente, la única carta vista en la mesa fue la de Menem (que traía como Caballo de Troya el recetario fondomonetarista, es cierto). Eso, o el anodino lápiz rojo del alvearismo radical. Por lo tanto, el gobierno de Menem sólo se puede comprender como correlato del espanto inflacionario, esa guillotina diaria que segaba la vida de las clases medias y bajas nacionales. Y el kirchnerismo sólo puede entenderse como respuesta al volcán social de 2001. Abstraer ambos procesos y quitarlos de sus contextos de origen servirá para lograr sentenciosas frases televisivas, pero poco se relaciona con los muy complejos modos en que los hechos impactan en el interés popular.
Los más castigados por los años menemistas no lo recuerdan a Menem como la “rata riojana”, ese epíteto de la escuela alivertiana, la misma que se vive indignando con “este pueblo idiota que vota mal”. Otro inconformista consuetudinario como Eduardo Gruner escribía un libro llamado El Menemato, y actualmente lee al kirchnerismo como “expresión burguesa” en una “sociedad menemista”: categorías rígidas para un análisis marmóreo, de revista cultural o de un club político de librepensadores.
Este tiempo kirchnerista terminó con aquella peatonal ideológica: el clivaje derecha-izquierda está profundamente desautorizado por la realidad territorial: la izquierda real de masas es el rosismo bonaerense, las manzaneras y las seccionales locales de la UOM, ese universo demonizado y estigmantizado durante el jolgorio antimenemista (que era también antiperonista).
El 2001 puso en retirada los argumentos noventistas de la izquierda cultural: el pan-radicalismo alienta una vuelta “como en el ´83” pero omite cuidadosamente su más reciente vuelta del ´99, cuando sólo discutió moralina de café y nunca la política económica.
El kirchnerismo es la respuesta política a los hechos de 1996-2001, aquel tiempo donde no salir de la convertibilidad implicó un nuevo descenso hacia el fondo del pozo.
Revisitar al menemismo es hacerlo lejos de cualquier retórica economicista que lo reduzca a “barbarie”: son pocos los que abordan al menemismo desde lo político, quizás porque allí residen sus rasgos más interesantes y menos condenatorios: en haber dotado al andamiaje presidencial de un poder decisionista que no tenía, y que permitió canalizar más eficazmente la toma de decisiones.
Menem desmanteló el Estado para darle más poder político a la figura presidencial, para que hoy Kirchner pueda avanzar en otro rumbo y no muera en el intento.
La victoria pírrica de Menem hizo posible al kirchnerismo: le entregó el instrumental político-administrativo que forjó, y le dio los argumentos ideológicos. Si hoy Kirchner puede nacionalizar, es porque Menem privatizó. Kirchner puede descolgar el cuadro de Videla porque Menem se encargó de enterrar al partido militar.
Si el superávit fiscal es la piedra basal del modelo kirchnerista, es porque la ortodoxia fiscal se fraguó con sangre desde el plan Erman y la convertibilidad: cuando Asís dice que Kirchner era el gobernador favorito de Cavallo durante el noventismo, más allá de la chicana, no dice una incoherencia. La obsesión fiscal del kirchnerismo hace posible la realidad del derrame, y mantiene a flote el barquito nacional, para no volver, precisamente, a los noventa.
Tiempos y circunstancias, recordaba el florentino a los gobernantes; las dos coordenadas que rigen la gramática del poder. Lo que Menem y Kirchner (en diferentes contextos y direcciones) supieron manejar con inteligencia y discrecionalidad, con intuitiva improvisación y certera determinación frente a coyunturas que requerían un Orden (de la democracia), reclamado popularmente.
Menem y Kirchner, votados mayoritariamente en 1989, 1991, 1993, 1995, 2003, 2005, 2007 y probablemente 2009, por el mismo pueblo.
¿Quién está, entonces, equivocado?