A unos meses de la aprobación de la ley de medios que intentará atenuar la fiebre concentradora de la propiedad de las empresas de comunicación, parece interesante hacer una reflexión graduada, casi despojada de emociones, de lo que fue apareciendo como producción mediática alternativa a lo que se llamó con inusitada pompa “cadena nacional de desinformación”, u otras denominaciones por el estilo que surgieron en plena batalla por la sanción de la ley. Una ley, que como todos sabemos, era absolutamente necesaria frente al festival adquisitivo de las empresas periodísticas del país, pero que abre un campo fértil también para los conglomerados extranjeros que quieran invertir en
Hay que suponer, en principio, que hubo un apoyo popular tácito al fútbol para todos, una movida que casualmente se efectuó antes y por fuera de la dichosa ley, y que ningún argentino lloró por el destino del Grupo cuando la ley de medios se sancionaba con holgadas mayorías en el parlamento. Hasta ahí, se ve claro el consenso taciturno que flotó alrededor de esta cuestión, más allá de que muchos amigos pendeviejos de la jotapé (la gloriosa) lo vivieron como una revancha personal y como una victoria política bisagra en treinta años de democracia moderna.
¿Y que vino después de la ley? La pregunta parece razonable, si consideramos que el ala progresista del kirchnerismo (la que domina la producción discursiva del gobierno en este tema, por decisión de Néstor y Cristina) planteó como sustancial para la confrontación política venidera con la oposición y para ganar el favor popular, la imperativa necesidad de construir un polo mediático alternativo que mostrara la verdad oculta tras las fauces de lo que se llamó también, con temeraria creatividad, “cerco mediático” (cualquier parecido con el otro cerco es mera coincidencia, supongo) o “complejo agro-mediático”.
Fueron, en ese sentido, muy instructivas las apariciones de Mariana Moyano en el noticiero de la televisión pública explicando las técnicas de verseo con las cuales los tanques del massmedia nos mentirían a todos los argentinos que no tuvimos la suerte de leer a Stuart Hall, Pierre Bourdieu o al resto de los cráneos de los Estudios Culturales (mientras escribo esto, estoy escuchando un impresionante compilado de música electrónica que me regaló un dj europeo), a los cuales no nos quedaría otro remedio que ser unos pelotudos inexorables que nos creemos todo lo que con engolada voz nos dice Luis Otero.
Conviene aclarar que en la era de la globalización, la conformación de una subjetividad no se puede disociar de las introyectadas técnicas de comunicación audiovisual que están arraigadas en cada ser humano; pero de ahí a establecer una linealidad alienante por la cual los medios de comunicación lavarían el cerebro y lo reformatearían de acuerdo a sus designios políticos más explícitos, hay un trechito largón. Nadie miró televisión, se transformó en un zombie, y metió la boleta de De Narváez en la urna. Como nadie votó a los Kirchner tres veces seguidas (2003, 2005, 2007) porque leyeron Clarín y se creyeron todo lo que el diario dijo en esos años.
Sin embargo, la rama progresista del kirchnerismo consideró esencial profundizar las contradicciones que al parecer se originaban en una disputa de la narración de
La producción mediática que surgió como oposición a los monopolios periodísticos no mostró nuevos modos de concebir una única realidad, sino que más bien reprodujo la mediocridad de los grandes medios. Se trataría de un Clarín al revés, urgido por la inmediatez de la confrontación. Desde el setentista Miradas al Sur, pasando por el barcelonesco El Argentino, el progresismo cauto de páginadoce y el a esta altura inclasificable delirio que es 678, lo que se verifica es una confrontación de elites intelectuales (llamémosle de derecha e izquierda) que no le mueve ni un solo pelo a la mayoría de la sociedad.
Habría que comprender que no hay ningún rédito político a obtener si se sigue dialogando desde el atril presidencial con las sucesivas tapas de Clarín. El consenso popular en este tema llegó hasta la sanción de la ley, y de ahí en más comenzó un diálogo entre elites (Gobierno y Medios) del cual la mayoría de la sociedad se quedó afuera, más urgida por cuestiones de la vida cotidiana como la inseguridad y la inflación. Y más distancia se coloca entre el gobierno y el pueblo cuando estos dos temas urticantes se subestiman como parte de una “ficción mediática” que los instalaría malamente: la negación del problema es directamente proporcional al malestar que crea en la población, y a una eventual merma de votos.
Resulta esencial decir qué tan resbaladizo, subjetivo, confuso y autocomplaciente es estructurar una disputa política integral en torno a una infinita discusión sobre la índole de la verdad mediática: es un terreno muy étereo que se sintetiza en una guerra de relatos perpetua, que termina por olvidarse de lo que le pasa a la gente.
Con todo, lo más sorprendente es que dos personas realistas como Cristina y Néstor se hayan excedido tanto en el uso de ese discurso elaborado por los cuadros progresistas del kirchnerismo, aunque no hay que dejar de apreciar que el tópico conspirativo es muy útil para sostener una estrategia defensiva de conservación de poder. Aun cuando exacerbarla implique cortar el vínculo con la gente. Porque yo todavía espero que Cristina y Néstor le vuelvan a hablar a la gente.