Ahora que Cristina ya ganó, que octubre es una escribanía electoral y que las ablaciones teóricas pasaron de moda, ahora podemos divagar sobre las calidades de la inserción sindical a la política sin el freno de mano analítico que surge ante todo espectro estigmatizante, y que arraiga como temor de hacerle juegos a la derecha, para ponerle otra palada de reduccionismo a un tema que tendrá importancia en los cuatro años peronistas que se vienen, con tasa de crecimiento levemente menor a las que hoy engalanan la estadística y con desajustes macro que ameritarán un correctivo cristinista y el fuerte apoyo parlamentario de propios y aliados, y del propio sector sindical como gendarme de la estabilidad social y política de los sectores sociales que habitan el paraguas de su representación.
Seis años de hegemonía moyanista en la CGT merecen un tacto rectal que revise no sólo el balance sectorial ( las paritarias que tiran para arriba el salario informal, el engorde de afiliados, la interlocución fortalecida con el empresariado) sino el andamiaje conceptual con que el sindicalismo peronista del MTA plantea su proyecto político de poder. El tema no es nuevo para el peronismo, pero los baldíos teóricos se repitieron entre el error y la incomprensión que traumatizaron a ese pasaje fracasado. Si en 1964 Roberto Carri adhería por izquierda al fragor vandorista afirmando que en la virulencia negociadora de la burocracia sindical estaba la expectativa de una fisura basista hacia la política, en 1971 perdía la paciencia al ver que la fisura no rasgaba la estructura, y caía en la condena burocrática, deshabilitando a la estructura sindical como puente a la política. Pasaje que pasaba mágicamente a la orga, y vaya uno a saber que pensaba el papá de Albertina unos años después del tema, cuando empezó a hacer gimnasia militarista en la columna montonera sureña. Aun en aquel contexto risueño y acabado, lo que sirve es ver el fracaso teórico que se produjo cada vez que se pretendió unir simplistamente (o no) sindicalismo y política.
La irrupción de la Renovación ochentista reformatea la trama organizativa del peronismo y al devolver la electorabilidad perdida con la muerte de Perón, establece el reemplazo posibilista de aquel liderazgo ido y funda la lógica del partido del orden tal como la conocieron y la usufructuaron Menem, Duhalde y Kirchner. Es llamativo que todavía haya interpretaciones que hagan eje en el escaparate ideológico de la Renovación (el ensayo de un peronismo progresista abortado) y no en su categórico triunfo operativo sobre las estructuras del peronismo para dotarlo de poder electoral y de liderazgos que la conducción sindical sobre el pantano defensivista no había podido constituir.
Sobre esa fragua renovadora vigente intenta hoy su reinserción sindical el moyanismo, en un proceso de interesantes claroscuros que vuelve a situar, desde una perspectiva más sensata que la del penoso delirio setentista, las relaciones entre sindicalismo y política.
El dilema que Moyano no puede rasgar (y que se vio en los últimos días) está en como traducir acción sindical en acción política, porque la traslación del vandorismo a la política es problemática: la política sindical moyanista todavía no se desarrolla como proyecto que inserta agenda. Predomina la reproducción de la instancia vandorista para ampliar espacio político (¿pero se amplía?), pero a la larga esta acción se incompatibiliza con la lógica política de fondo que requiere un proyecto sindical con pretensiones políticas concretas. Inclusive la agenda cegetista pura está lo suficientemente desestructurada, hasta ahora, como para exhibirse como proyecto político-sindical en diálogo con un conjunto social que sobrepase el límite de la representación sindical. Si el moyanismo no puede asumir una preparación política que tenga en mira este desafío crucial, le será muy díficil establecer una hegemonía algo más que sindical. La política es una flemática refalosa (ingrata) que no admite que un dirigente gremial se coma doblada y con vaselina retórica una estrofa (por ejemplo) que diga que la boleta suelta del fip del colorado ramos era una colectora. Digo, porque hay encumbrados compañeros sindicalistas que se comen este pijazo con enternecedor amateurismo, casi con ganas de consumar una horadación anal que conspira contra el sentido común. Digo: si como parece, el sindicalismo peronista, tiene pretensiones políticas. Digo: si en un examen de política vos ponés que la del fip era colectora, te bochan.
La declaración marplatense de la corriente sindical peronista sirvió como mojón político y como el reemplazo a mano de lo que antes eran Las 62. En el tramo práctico de la cosa, el moyanismo logró visibilidad formal por fuera de la acción sindical, pero todavía no ha podido perforar el corralito gremial con una propuesta política propia pero en sintonía con los próximos cuatro años económicos del país. Dilema y tensión entre agenda gremial y agenda política: la primera fortalece lo sectorial pero debilita la presencia política, y la segunda diversifica la discusión política por fuera de la dinámica sindical (es decir, la cualifica) lo que obliga a un plantel de cuadros políticos que el sindicalismo todavía no formó.
Yo esto lo escuché de un sindicalista que también es cuadro: discutir cargos por sí mismo no sirve, no hay ninguna especificidad político-sindical en eso, negociar cargos para el sindicalismo no está mal, pero el poder político se alcanza con un proyecto legitimable frente a todo el peronismo y frente a la gente que queremos que nos vote. Yo quiero que los cargos ganados sean porque somos buenos dirigentes políticos, no por el mero hecho de ser de extracción sindical. El sindicalismo peronista tiene que pasar por una larga fase de diálogo hacia el interior del peronismo, insertar su voz política en un proyecto y no en personalismos de ocasión. Hay que mirarlo a Lula.
Pero mirar a Lula implica hacer un trasvasamiento conceptual muy serio: pasar de sindicalista a político sin dejar de ser sindicalista para inclusive(a veces) ir contra el magno interés sindical porque una política popular lo requiera. La grandeza de Rucci fue haber firmado con dolor el pacto social que Perón le pedía. ¿Los dirigentes del moyanismo puro tienen esa tremenda elasticidad política que requiere conducir un proyecto político? En ese sentido, la fragua renovadora está vigente, y el peronismo político varios cuerpos adelantado. El sindicalismo peronista tiene cuadrazos como Mario Manrique del SMATA o Héctor Daer de Sanidad: tipos que están mirando por sobre el inmediatismo de la repartija de la torta, tipos que proponen discusiones políticas para fortalecer al sindicalismo, pero también al peronismo como movimiento, porque el peronismo no es un laborismo. Quizás sea tan sólo una casualidad que ambos no pertenezcan al moyanismo puro. En todo caso, me parece válido, después de seis años de Hugo en la conducción, entrarle a la dimensión política del asunto; porque en el fondo, una acción política sindical eficaz es algo más que la legítima recuperación del 33% de los cargos partidarios. Yo, si el peronismo político me lo permite, quiero discutir amigablemente con los compañeros sindicalistas, inclusive con los hormonales púberes de la Juventud Sindical. Porque el peronismo no es un laborismo: la populosa resistencia sindical no hizo que el gran Saúl Ubaldini sacara más del 3% como candidato a gobernador de la provincia en 1991. ¿Qué sacrificio político hizo Lula?