Era conmovedor verlo descomprimir, verlo decir traeme la fotocopia de la partida de nacimiento cuando puedas y entregar en mano la libreta blanca de
Cae uno de prosegur a hacer un trámite. Tiene unos culones de botella de carey, se parece a Rodolfo Walsh, no solo por los lentes y el arma que calza sino por la cara de intelectual sufrido. Se está recagando de calor con ese chaleco antibalas, pero los empleados son eficaces, lo atienden y lo despachan rápido para que vuelva a custodiar el camión de caudales, la torre de puerta madero o el consulado español. Ahí al costado, dos chicas cierran cada diálogo con risitas. Una dice que en la última casa que laburó la tomaron como cocinera y le terminaron endosando el rubro niñera, que ahora no la agarran más, niñera no, ni loca.
La atención desde mostradores estatales es un arte: el de despachar sin bemoles burocráticos. El empleado apostólico es el que desafía el obstruccionismo administrativo y coquetea con la ilegalidad, el que afloja la rienda corta de la requisitoria para entregar esas justicias sociales módicas. Y estos empleados lo hacen bien, le ponen música a la trinchera, porque desde atrás de los mostradores, desde algún escritorio tapiado de legajos que no dejan ver la forma humana de quién lo ocupa, brotan los acordes famélicos de Midnight Rambler, esa canción hecha desde el bajo de Wyman. La canción que escuchaba y bailaba la juventud montonera antes de saber que iba a serlo. Una vez me dijeron: los mejores montoneros (los que siguieron) escuchaban a John Mayall, no a Quilapayún. Los blancos que mejor hacían esa cosa que era de negros.