De los estados líquidos a los gaseosos: la intervención
federal del kirchnerismo sobre la seguridad pública tuvo distintas etapas de
contradicción operativa, con tendencia declinante en la percepción política del
problema: el frustrado megaplan de Gustavo Béliz para crear un fbi argento, el
longevo acuerdo Kirchner-Valleca para la pax policial en la protesta social, el
nildismo de cuadernillos pedagógicos y purga rotativa superestructural, la
autogestión ministerial de Berni.
En cada fase una certeza: el progresivo abandono intelectual
que hace el PEN de una mirada política integral del problema, la renuncia a un
decisionismo federal que marcara líneas rectoras a las jurisdicciones
provinciales, en vez de desligar funciones.
Esa languidez decisionista tuvo su continuidad retórica en
un discurso sin votos que trató de “explicar el problema” a través de Stuart
Hall y la gilada de los estudios culturales y centró el foco en la “densidad
mediática” de la sensación de inseguridad, o lo que Zaffaroni llama “las
campañas de ley y orden”; todo ello para
sortear cualquier lectura sobre la “naturaleza represiva” (y también punitiva)
que debía estar presente en una política de seguridad pública. En este sentido,
llama la atención que el kirchnerismo apele al discurso antiestatista (antipolítico)
de Zaffaroni, teniendo a mano la potabilidad del progresismo práctico de
Alberto Binder, lo cual reafirma las dificultades del oficialismo para situarse
conceptualmente frente al tema.
El aumento real del delito violento en la PBA , la falta de directivas
políticas propias de Cristina en el rubro (y la discontinuidad de políticas
eficaces como el Operativo Centinela) junto con la declinación del “dialecto
kirchnerista” frente a los hechos de la inminencia sucesoria, abrió la grieta
de la autoconservación: Kunkel y la ley antipiquete, MI y la baja de
imputabilidad, Berni y las deportaciones.
Estos gestos revelan algo positivo: se termina el tabú de un
debate que excluía del análisis (o relativizaba de modo inconducente) la
atribución represiva y punitiva del Estado a la hora de conformar políticas de
seguridad pública. Pero a la vez, dejan expuesto, de modo muy negativo, la
mediocridad y orfandad conceptual de planteos que, “corridos” por el sentido
común, “corren” el riesgo de desembocar en respuestas políticas de dudosa
eficacia.
En el caso de Berni y los extranjeros que delinquen, lo
cuestionable no pasa por la estigmatización moral, sino por una lectura que
desde lo práctico-político resulta inadecuada en la medida que no hay una
vinculación lineal entre extranjería y choreo, aun cuando existan asociaciones ilícitas
que vienen al país a cometer delitos. En ese sentido, la deportación es un
instrumento marginal del sistema sancionatorio pero que Berni evoca como si la
linealidad extranjero-delito fuera más amplia y gravitante en la inseguridad y
por lo tanto, un eje de cierta centralidad a la hora de tramar la política de
seguridad pública.
Existe una distancia considerable entre el hacedorismo
apasionado de Berni y una gestión federal de seguridad. A falta de conducción
política que lo encuadre “gestivamente”, Berni se autogobierna, encara con ímpetu
wagneriano la historia mínima de la “reducción de daños”, eso que queda en la
mesa de saldos del poder kirchnerista a un año y medio de la salida, y en un área
donde el gobierno exhibió más deficits que virtudes. Allí radica la confusión:
en pensar que justo donde Berni no puede mostrar una gestión (gobernanza), podría
haber material intelectual o agenda futura para la elaboración de una política
de seguridad.
Por eso me parece un error que Massa, o cualquier
presidenciable, tomen la vinculación lineal extranjero-delito para definir alguna
posición sobre la inseguridad, más allá de su productividad tacticista para la
acumulación electoral y para explotar las contradicciones del FPV; pero también
se tiene que acumular representación, y para ello es necesario que ahí donde el
“municipalismo” trazó una política propia contra la inseguridad y donde ser “el
primer mostrador del Estado” permitió hacer una diagnosis correcta que galvanizó
la legitimidad política de los intendentes frente a la deserción de otras
jurisdicciones estatales, también se haga una lectura política “adelantada” al
sentido común para definir la respuesta frente a un aspecto tan puntual como la
relación extranjería-delito. Sentido común para diagnosticar, pero no siempre
para proponer.
Hay que transitar con cuidado los seis grados de separación entre
los dos (¿tres?) cordones: ese trayecto policlasista en donde todo ciudadano
argentino dice con picardía “yo tengo un amigo extranjero” que roba, que me “licita”
el oficio, que me saca el laburo. Son canciones que cada día suenan más, que
uno escucha en silencio porque “comprende”, porque la inseguridad y el miedo a
perder el trabajo son hechos concretos. Pero el gran desafío del político, de
la representación, no es reproducir ese testimonio árido del sentido común,
sino transformarlo en política.