Cuando Gerardo Morales tuvo que explicar las causas de su
acceso a la gobernación, optó por las razones políticamente más silvestres: el
Partido Justicialista jujeño había abandonado la calle, el manejo del Estado no
había generado una actualización policlasista de su representación sino más
bien una pérdida en su propia base social.
La explicación de Morales, más política que
“republicanista”, sirve para entender cuáles fueron las mutaciones recientes
del sistema político jujeño y hasta qué punto el nuevo gobierno encara, en la
confrontación con Milagro Sala, una discusión por el poder político provincial
que trabaja sobre las “ausencias” que fue dejando por el camino la hegemonía
justicialista de los últimos diez años (el triunvirato político-económico
Fellner-Jenefes-Rivarola).
La disputa con Sala transita por un carril meramente
provincial: hay poco Macri o PRO que pulse sobre la sustancialidad de la
política jujeña, de ahí que la “nacionalización” del conflicto incurra en
distorsiones que solo tienen productividad política para la posición del
kirchnerismo dentro de la “interna peronista” pero explique poco sobre lo que
se discute políticamente en la provincia y sobre el peso genuino de las
preferencias electorales: Macri salió 3º cómodo en la elección presidencial
jujeña, lo cual derivó en una “interna general” peronista entre Massa y Scioli
que ganó Massa.
Morales había interpretado ese escenario a la hora de
conformar el esquema coalicional: fue el único candidato radical que entendió
que una provincia peronista se gana con peronismo y que para desplazar una
conformación feudal hay que participar de ese slang idiosincrásico en la trama
de las decisiones y el armado partidario.
A diferencia de los peronismos de la región, el PJ jujeño no
pudo sintetizar una representación aggiornada que cabalgara la etapa
kirchnerista, y en esa fisura entra Milagro Sala para gestionar el “trabajo
sucio” frente a los sectores más pobres que Fellner termina por delegar,
quitando al Estado y al partido de esa zona de roce político, con dos daños
centrales: distanciar al electorado pobre de toda fase institucional en la que
el propio peronismo se reconoció históricamente, y perder la adhesión de
sectores medios y bajos no estatalizados que dejaron de ver en el PJ al partido
del orden provincial a partir del ingreso de Sala en la ecuación electoral (tácita
o concreta) del FPV.
En la PBA, la peligrosidad futura de esa intrusión fue olfateada por los intendentes cuando
Kirchner le colocaba “por arriba” a los movimientos sociales con fierros
ministeriales para porratear el manejo de planes y cooperativas. Esa puja fue
abierta entre 2005 y 2008 en casi todos los municipios del conurbano y ganada
por los intendentes “por abandono” cuando Kirchner se tuvo que apoyar en el PJ
para aguantar políticamente el conflicto con el campo.
En Jujuy, la eficacia política de Sala para manejar obras la
capitalizó a costa del Estado jujeño, pero como en toda lógica vandorista no
lúcida, no hay una traducción político-electoral disponible para coronar estos
procesos no estatales.
La inanición política de Sala mostró vicios típicos: un
manejo político muy rústico para disciplinar a los beneficiarios, la
imposibilidad de crear un “movimientismo” autónomo de los fondos estatales, y
fuera de la “emergencia socio-económica” que la vio nacer, crecientes
dificultades para contener adherentes políticos que derivaron en el manejo
discrecional de caja y beneficiarios con fines menos sociales que políticos.
Morales detectó dos cosas: que la alianza con Sala había
liquidado al PJ y que el Estado provincial tenía una obligación irrenunciable
(a la que había renunciado): recuperar el manejo institucional de la asistencia
social.
Apalancado en el frescor del 58% de los votos y un consenso
entre los beneficiarios de que era mejor bancarizar el cobro de planes y asignaciones
y blanquear las cooperativas (para que los beneficiarios tuvieran obra social),
el decisionismo de Morales apunta a reconstituir la autoridad del gobernador
sobre una trama de sensibilidades bastante fiel a la epidermis peronista “perdida”
durante el fellnerismo. En ese sentido, detrás de la disputa con Sala está la decisión
hegemónica de Morales de “reemplazar” al PJ como partido del orden y recuperar
una relación política con la clientela de Sala.
El desafío para Morales es que la disputa central con Sala
derive en una política social cualificada por el retorno del Estado. Si este
casillero no se llena antes que otros, los problemas de gobernabilidad y
cohesión electoral surgirían. De ahí que el conflicto con Sala sea previsible
con toda su rispidez política: al PJ, evitarlo le costó la salida del poder.
La comprensión que tiene Morales de la dinámica “peronista”
de la gestión en Jujuy explica también los desplazamientos que ocurren dentro
del sistema político provincial: la hegemonía fellnerista dejó al PJ sin interfaces
de reproducción interna. No hubo ni mochilas, ni bastones, ni mariscales.
No
hubo camadas nuevas que dentro del dispositivo justicialista funcionaran como
anticuerpos de la mesa ratona de Fellner-Jenefes-Barrionuevo para oxigenar
representación.
La mayoría de las familias políticas históricas que mantuvieron
aireado al PJ (el vicegobernador Haquim, los Snopek, los Perassi) migraron del
FPV y se agruparon bajo el paraguas de FR-UNA para constituir la renovación
peronista realmente existente en la provincia, y vieron un mejor esquema de
poder en la coalición de Morales que en el PJ.
Más allá de la detención de Sala (que no obedece al acampe
sino una especie de prisión preventiva por entorpecer la investigación de
delitos de la que se la acusa), lo que se expresa en Jujuy son las mutaciones
de un sistema político que durante estos últimos años estuvo atravesado por una
anómala disminución de la soberanía estatal que liquidó a su autor político, y
que en cualquier discusión real por el poder, volvería al centro de la escena
como un derecho legítimo del Estado a restitutir. Solo se trata de política.