lunes, 28 de junio de 2010

“…Al entrar en su diminuta oficina veo un póster que dice "el hambre es un crimen" y la pared abarrotada de fotos. Entre todas descubro a la Madre Teresa y al padre Carlos Mugica, y unos versos anónimos que terminan con una advocación significativa: "Tu me enseñaste que el hombre es Dios, y un pobre Dios crucificado como tú. Y aquel que está a tu izquierda, en el Gólgota, el mal ladrón, también es un Dios".

(…) Es un ochentista, parte de la generación de las Malvinas, y nunca vio como un asunto ideológico su "opción por los pobres". Admira tanto a Mugica y Angelelli como a Don Bosco y Bergoglio.”

(…) Pero está muy solo. Únicamente lo acompañan sus feligreses, que lo adoran, los otros curitas y su obispo. El cardenal Bergoglio lo visita seguido. Viene en colectivo hasta la villa y confraterniza con los hombres y mujeres de la capilla de la Virgen de Caacupé. Una tarde, el hombre que hace cuatro años pudo haber sido papa estaba charlando con un grupo grande de albañiles, Uno de ellos se paró y dijo que hacía un tiempo le había ocurrido algo singular. Salía de una obra en un edificio en construcción de un barrio porteño y, al subir con sus compañeros al colectivo, mientras hablaban en guaraní y hacían bromas, el albañil divisó sentado en el fondo a Bergoglio. Les avisó a sus compañeros que era el mismísimo jefe de la Iglesia Católica argentina, pero no le creyeron. El albañil no pudo entonces con su genio, se acercó a Bergoglio, le preguntó si era quien era y le pidió la bendición. "Cuando bajé del colectivo, padre -declaró el albañil ante el silencio de todos-, les dije a mis compañeros: «Qué bueno tener un obispo que vive como nosotros»." A Bergoglio, que es un estoico, se le llenaron los ojos de lágrimas y lo quebró por un instante el llanto.”

 

La crónica de Fernández Díaz es una pieza de orfebrería atractiva, si es que nos interesa ambientarnos en los pliegues respiratorios del material para una política popular tantas veces declamada desde auditorios políticos, pero tan poco practicada en el áspero cuerpo a cuerpo.

Habría que moderar la euforia razonable que provoca la llegada del Estado a espacios de la vida cotidiana de los que se había retirado durante varias generaciones de pendejos nacidos y criados durante los ochenta y noventa; se trata de un retorno precario pero efectivo en aquellos rubros que el Estado sostuvo como mínima capacidad instalada para justificar su existencia en los manuales de teoría política. Por eso lo que efectivamente retornó desde 2002 para acá fue una política laboral admirable que levantó el piso de las convenciones colectivas y de los índices salariales, y una recomposición de la cobertura previsional para desactivar una bomba social que permanecía fuera del sistema de visibilidad estatal. La galvanización de este umbral reparatorio pertenece al copyright kirchnerista, sin que esto merezca mayores debates, refrendas electorales mediante. 

Pero aquella escena recobrada ya no es la evocable para justificar un hándicap político que se quiere hacer valer hacia el futuro; y ya no es evocable porque la cuestión social nacional vive un salto de pantalla que la sociedad no expresa todavía claramente, pero se acerca a las zonas resbaladizas a las cuales el Estado no llega. Todo lo demás, lo que se sigue sacudiendo con vehemencia como innegable copyright, está bastante amortizado electoralmente. Cualquier estrategia de los presidenciables del 2011 debiera tenerlo muy claro.

Es decir, la cosa avanzó hasta donde lo permitió la operatividad instalada que le quedó al Estado: por eso la implementación de la asignación universal por hijo es tan dificultosa, y por eso la llegada del Estado a los núcleos sociales más hundidos se nota poco, cuando no se nota. El kirchnerismo acercó el Estado a los que estaban más cerca de la banquina post-2001, a lo que tenían mayores recursos humanos para reinsertarse, pero para los que están acostumbrados a estar muy lejos de la banquina, la cosa cambió menos. Menos, mucho menos de lo que percibe Sandra Russo, y menos de lo que simbólicamente representó el kirchnerismo en esta etapa de la democracia.

La producción política del kirchnerismo se encargó de ocupar corredores estatales que se habían deshabitado, pero la agenda social del 2011 propone otra sensación térmica, todavía no abordada: cómo y quiénes van a crear Estado allí donde no lo hay, ni lo puede haber en el corto plazo, y donde su necesidad de presencia es cada vez más intensa.

Sectores populares pidiendo Estado, quién lo hubiera dicho. La creación de Estado se enlaza ineludiblemente con las formas de organización política que concebimos como más beneficiosas para los pobres; no hablo tanto de una cosmovisión ideológica (porque allí campearía la buena conciencia, y todos estaríamos de acuerdo), sino de concepciones operativas que hagan que una política popular se realice, o no. La opinión que tengamos del llamado “clientelismo”, por ejemplo, es gravitante.

Cuando hablamos de creación de Estado, nos referimos a presencia territorial efectiva en la vida cotidiana, no al “programa de prevención de adicciones” que figura como partida presupuestaria del ministerio de Acción Social. Porque presencia programática del Estado hay a cagarse. Lo que falta es otra cosa.

El padre Pepe Di Paola presentó el documento elaborado por los curas villeros sobre la situación del paco en la villa 21: ese texto es la clave de bóveda para cualquier política popular que a algún político le interese practicar. Yo me alegro de que se sigan firmando convenios para reajustar salario: me alegro de que los empleados de comercio consigan el 29%, los estatales el 21%, los camioneros el 25%, los gastronomicos el 35%, pero hay otro sector de la sociedad que es el que tarde o temprano impondrá su agenda, y malo sería no estar preparados. Hay modos muy turbulentos de pedir la Justicia Social adeudada.

El documento de los curas villeros pide ante todo, la escucha de las palabras del pobre (atención, Alicia): “…vemos que para que nuestra legislación tenga en cuenta a los pobres, incluso para juzgar o para armar las instituciones, el primer paso indispensable es la escucha. La escucha es apertura, lo contrario a las cerrazones dogmáticas de la ideología. Urge ponerla en práctica en este campo en que los extremos ideológicos coinciden en una falsa concepción de la libertad. Parece un sarcasmo, en los volquetes de la villa, entre la basura, hay chiquitos de diez, o tal vez menos años consumiendo paco. Hay nenas de catorce prostituyéndose, por la misma causa. Les preguntan si se quieren recuperar, los mismos que obligan a sus hijos que tienen la misma edad a ir a la escuela, al médico o al dentista. A ellos les preguntan. En nombre de la libertad, piensan que llevarlos a un hogar contra su voluntad es represión, y no entienden que la droga los hiere justamente en la libertad. Hay que vivir en la villa para escuchar su llanto, suele ser de noche, cuando llueve, cuando hace frío, cuando tienen hambre, cuando todas las dependencias del estado están cerradas. Ahí piden que se los ayude, que necesitan un hogar, recuperarse. (…) Sólo escuchando podremos superar las antinomias ideológicas. En esta materia están de sobra. La escucha es apertura que vence a la cerrazón. Los errores de la cerrazón se pagan demasiado caros. Nos detenemos a pensar lo que se pierde si no vemos el problema y tomamos el toro por las astas. Pierden los adictos que terminan arrastrando una vida hecha girones que habitualmente termina antes de tiempo y de modo violento; pierden sus familias, sus padres que hasta llegan a abandonar el trabajo para cuidar la casa y lo poco que tienen para protegerlo de su adicto, los hermanitos que abandonan la escuela cuando el adicto les vendió los libros, delantal y zapatillas. Alcanza mirar el Calvario que viven a diario las Madres del Paco, y todas las madres y padres, que aunque no estén organizados, recorren a diario el vía crucis de la adicción. Pierden también los hijos de los adictos – casi todos tienen hijos – que quedan expuestos a la intemperie, que muchas veces son vendidos, olvidados, abandonados en noches de gira; pierde el barrio, víctima de violencias demenciales, de robos reiterados, de muertes. Cada tanto, pierde también el resto de la sociedad, cuando – cada vez más – lo peor de este mundo perverso sale del su encierro y toca a alguien de afuera, entonces la sangre tiñe las rotativas de los diarios y el tema ocupa primeras planas. Pierde el que vende, que termina enganchado, o sus hijos. Pierde el que compra, la vida. Pierde el que trabaja, el que no tiene nada que ver en el asunto, pierde el que está sano. Pierde el Estado que gasta los dineros públicos, debe hacerlo, pero no le encuentra la vuelta. Pierde la Patria, pierde a sus hijos, se está desangrando.”

lunes, 21 de junio de 2010

Lo que se ve, con triste diafanía, es la manera tan poco gloriosa que eligió el progresismo periodístico para hacer agua por los cuatro costados frente a los temas que desde hace más o menos ¿tres años? le interesan a la sociedad: bueno, uno de esos temas era “la inseguridad”. En este blog se escribió mucho sobre el gran desafío estatal pendiente frente a todo lo que orbita alrededor de la seguridad pública (sistema judicial, penitenciario, policial), y del descalce manifiesto que hay entre lo que la dirigencia política interpreta y lo que la sociedad percibe complejamente como reclamo nudo de seguridad. Y nos cansamos de señalar la aviesa hipocresía del discurso progresista que elegía soslayar el problema bajo una frase gratificante y desoladora: “dejará de haber inseguridad cuando no haya pobreza”. Una frase anti-Estado, y a su muy particular manera, antipolítica. La frase que le deja ganar terreno al manodurismo: la frase progresista que es funcional a la derecha.

El gobierno nacional no quiere darle centralidad política al tema de la seguridad pública; prefiere seguir con las balas de salva de otro tema, uno que ya está agotado. Y lo cierto es que todo el tiempo que se pierde en no abordar la cuestión social de la inseguridad, provoca daños en un punto irreversibles. La inseguridad, y el modo en que los hechos que la reflejan se hacen carne en la sociedad (la secuela de un afano, el secuestro, el hijo muerto por el gatillo policial o del pibe chorro) suelen estallar en una diáspora social que no se ajusta a marcos ideológicos pre-establecidos, son estallidos que no entran en el confort explicativo de una taxonomía política. Ahí donde el discurso progresista busca afiebradamente etiquetar el hecho para en ese mismo paso desligarse de él, ahí es donde se produce el fracaso reiterado y la negación del problema: lo que permite que todo esto se transforme en una olla a presión de la cual en algún momento haya que lamentarse en medio del desconcierto, como nos lamentamos de los comportamientos sociales que provocó la hiperinflación. El reclamo por inseguridad es complejo, porque todos tienen razón: los que apoyan a la policía y piden que la comisaría quede en el barrio Boris Furman, y la familia del pibe matado por la policía que pide el traslado ante la represión y el gatillo fácil. Y es la instancia política del Estado la que debe asumir las decisiones de fondo para precisamente encauzar políticamente un conflicto que no tiene solución inmediata ni cuantificable a corto plazo, pero que por esa simple razón necesita del accionar consolador de la figura política, y no dejar que la cosa se transforme en un diálogo ahogado entre el ciudadano inseguro y el comisario de la zona. Ahora que ya no hay neoliberalismo al que recitar como fuente de todos los males populares, me gustaría saber cómo los progres que están en el gobierno (los kirchneristas tardíos de tiempo suplementario, los que se masturban en el baño con un ejemplar de la ley de medios y acaban antes de leer el tercer artículo, los que participan del club de la buena onda, los que piensan que Kunkel es un cuadrazo del peronismo, los que piensan que el chivo Rossi es presidenciable, los que creen que Ricardo Forster es un agudo intérprete de la realidad nacional, los que sostienen sin rubores que la inseguridad es más “una sensación” que otra cosa) nos explican la no presencia del Estado político para generar políticas de seguridad pública en siete años de gobierno peronista que se realizó simbólicamente como el único progresismo posible y existente en  27 años de democracia. Un gobierno popular debe atender un problema popular como la inseguridad: ya no podemos decir que es el exclusivo problema de la aristocracia de los countries asolada por la horda lumpen; eso era antes, ahora el problema es más complejo, porque el pobrerío siempre recibió la bala estatal, pero ahora también pide Orden frente a la amenaza del “colega de clase”, el pibe chorro next door que paquea y que no tiene códigos. Entonces ya no es posible leer el problema de la inseguridad bajo prisma clasista, como tanto le gusta a la retórica progre (con la que  parece haberse copado el gobierno en este último año en rubros poco taquilleros si de seducir a mayorías populares se trata, pero bué), y ahí se produce un nuevo fracaso discursivo, devorado cada vez con mayor contundencia por el hecho concreto de la inseguridad urbana.

Lo peor es no comprender que la sociedad no es pelotuda, e ignorar que hay un diálogo y consenso posible en torno al tema de la inseguridad que no necesariamente desemboca en meter bala; el pueblo que reclama por seguridad no pide mano dura, pide que sobre la cuestión recaigan las decisiones políticas que hoy se retacean, y de las cuales los puntos del Acuerdo para la Seguridad Democrática son un piso de consenso, pero de ningún modo un decálogo inmodificable, sino la condición posible para expandir el debate y probar políticas. Ensayo y error. Hoy predomina el autismo.

lunes, 7 de junio de 2010

Carla Bruni y el Sheraton Hotel


Es como un rugido de masas… finas: que vuelva Carla Bruni a los escenarios, y que toque en Argentina. Para la minoría bursátil que componemos los enfermos por la música francesa es casi una utopía como la del ´73, aunque mucho más humana que aquella que pedía la erección edilicia de un hospital para niños pobres dentro del perímetro parcelario que figuraba catastralmente a nombre de los propietarios del  hotel sheraton. Pero los geeks de la chanson somos una minoría tanto o más intensa que el kirchnerismo, a pesar de que el mercado musical argento nos ningunee impiadosamente. La oferta de visitas es de escasa a nula: la gira despedida de Aznavour en el Opera el año pasado y antes, el fugaz toco y me voy de Jane Birkin en La Trastienda de Telerman.

La decisión de Carla Bruni de no tocar en público mientras dure su matrimonio con el mejor político de la derecha europea contribuyó, indudablemente, a vigorizar el aura artístico que Bruni ya había auspiciado con hechos: una obra high quality que hunde con naturalidad sus entrañas en los más bellos sonidos que podían rastrearse en toda la tradición hereditaria de la canción popular francesa. La chanson estaba muerta y Bruni la revivió de su puño y letra con la misma cadencia minimalista que fue santo y seña de la chanson en las épocas esplendorosas.

Pero Bruni no caminó por la senda inanimada y solemne del artista nacido y consustanciado para la disección obsesiva de su propio metier. Siempre desconfié del artista que se excita más explicando su obra, como el boludo de Saramago.

Carla Bruni no nació para construir la teoría musical de su música porque para ella hubo vida antes de la música: antes siquiera de imaginarse con una guitarra sobre las piernas, Carla Bruni tuvo sus años ´90, su temporada menemista de belleza y felicidad en la que era tan sólo la modelo europea que fatigaba las tapas de Elle y Vogue, la adolescente italiana ricachona que coleccionaba amantes y leía clásicos, casi escapada de una película de Rohmer.

Y una vez consolidada como cancionista (hacedora de canciones, como gusta que le digan), nunca renegó de su década topmodelista, no se consideró en evolución de un arte menor a uno verdadero. Bruni no renegó de sus ´90, como los argentinos no debiéramos renegar de nuestros ´90 políticos: los ´90 debieran ser retirados del ping-pong político diario, debieran dejar de ser el bastión retórico selecto de último recurso al que se termina atando toda una explicación del mundo que ya no puede narrar aquel Canto General.

El sendero subversivo de Carla Bruni se refleja en el de Nico: ambas pasan de una fase pop a otra y lo hacen en litigio con los establishments culturales serios (unívocamente “de izquierda”) que  las buscan impugnar desde “la quintita del prejuicio”. Tanto Bruni como Nico les cerraron la boca a los Ricardo Piglia del mundillo musical: los discos están ahí, y son piedras que la corriente del río no puede esmerilar. Bruni es amada por Jane Birkin, Sylvie Vartan, Julien Clerc; cachos vivientes de la chanson sesenta-setentista. Nico fue la inspiración de Patti Smith y una influencia táctil en Bjork.

En 2002, la sorpresa y el estupor: aquella frívola top model que se iba de joda con Yves Saint Laurent, Versace y Donald Trump, ya retirada y madre, saca Quelqu'un m'a dit, un disco de canciones propias en francés con agregado ajeno no menor: un cover de La Noyée, quizás la más personal y bella canción escrita por Serge Gainsbourg (de pie, señores) circa 1970, pero que nunca fue convencionalmente grabada y editada por el hombre del Gitanes continuo. En esta elección antes que cualquier otra, Carla Bruni demuestra su dotada intuición para concebir un modo de composición de canciones que reverbera en los autores basales de la chanson. Si en Le plus beau du quartier (La más linda del barrio) Bruni dialoga lírica y melódicamente con Georges Brassens y Jacques Brel, en Chanson triste lo hace con Barbara y Gainsbourg. Carla Bruni está claramente situada en una cronología de mujeres compositoras que remite a Barbara (´50 y ´60) y, con analogías estéticas y musicales pasmantes, a Francoise Hardy (´60 y ´70): FH fue la autora más interesante de la chanson moderna que se fragua en el alba sesentista con la influencia beatle-rock and roll. En esos años, no fue casual el interés que tanto Jagger como Dylan mostraron por la música de Hardy (aunque no podamos confirmar si el interés se limitaba a ese campo). Hay bastante de Francoise Hardy en Bruni, pero más lo hay de la impronta que Carla deja como sello de su música: reintroducir con decisión política la raíz jazz-blusera que la chanson del ´20, ´30 y ´40 siempre tuvo, y que se atenuó con el tiempo. 

Carla Bruni va al rescate de los sonidos encajonados en las viejas sucursales francesas arraigadas en el humus sureño de los estados unidos de américa: Nueva Orleáns, Lousianna. Claro está, lo hace bajo un tamiz blanco moderno. Es evidente que Carla Bruni compartió algo más que la cama con Mick Jagger y Eric Clapton, justamente los tipos que pudieron blanquear el blues sin morir en el intento. Esa sabiduría británica, aprendida entre pasarelas noventistas, se verifica en el vivo de Bruni que pedimos a gritos que retorne.

Rockeros que hacen contacto en Francia: Iggy Pop se copa y graba una versión de Les Feuilles Mortes: confiesa que ahora escucha música francesa y jazz porque está podrido de la música de mierda que sale seriada de las fauces de la industria.

Franz Ferdinand reconoce escuchas de Gainsbourg y graba Sorry Angel con Jane Birkin. Arcade Fire se obliga a tocar en vivo Poupée de cire, poupée de son, el “tema comercial” que Gainsbourg escribió para France Gall en 1965.

En 2007, Bruni le pone música a poemas de Auden, Yeats, Emily Dickinson y Dottie Parker en No Promises, un disco confirmatorio y en 2008 sale Comme si de rien n'était, un disco equivalente o superior al primero, pero tapado por la afluencia mediática del affaire Sarkozy. Resulta que Sarkozy (un conservador que pide “más Estado” y se cojería argumentalmente a varios progres locales) es fana de Barbara, y Carla le canta.