Entre 2011 y 2013, y al ritmo del desgaste de la agenda
local de los gobernadores, en algunas provincias “peronistas” el radicalismo
territorial inició una acumulación pluripartidista con vistas a la disputa del
poder, reconociendo la importancia central de incorporar representación
peronista que permitiera no ya unificar la oferta “opositora” para lograr una “polarización
débil”, sino dar un salto cualitativo hacia el poder político provincial. Esa
experiencia mostró un primer nivel de éxito en la polarización débil de 2013 en
Tucumán, La Rioja, Santa Cruz, Formosa.
Ese éxito doble (en la amplitud de las coaliciones y en los
resultados electorales) encontraba su causa en el comportamiento político de
los referentes provinciales del radicalismo territorial, que optaron por “desengancharse”
de la agenda mediática nacional de la UCRRA (que lucía bastante abstracta para
el quehacer diario del ciudadano tucumano o formoseño) y concentrarse en temas locales
más grises y pedestres, pero más influyentes electoralmente.
La provincialización de la agenda política y la dilución de
la identidad partidaria fueron el santo y seña del radicalismo territorial para
acercarse a la siempre compleja instancia de poder en provincias donde la
incidencia histórica de las oligarquías políticas no se puede desconocer si se
quiere incidir políticamente para ganar.
Lo que comprendían claramente los
radicales territoriales era una enseñanza histórica bastante simple: que la disolución nacional del radicalismo
como partido de poder tuvo su origen en la tensión irresuelta entre partido y
gobierno durante el gobierno de Alfonsín.
Hoy, esa vieja tensión se actualiza en la incompatibilidad
de objetivos entre el Comité Nacional (Sanz) y los candidatos provinciales que
construyeron su propia competitividad (Cano, Aída Ayala, Morales, Naidenoff,
Costa, Martínez, Cornejo) lejos de los programas políticos del Amba, de agendas
exógenas y cerca del silencio de su paisajes locales.
Es evidente que las
urgencias nacionales del cierre Sanz-Macri (engrose legislativo, “frenar el
populismo”, una participación residual al estilo frepaso dentro del “gabinete
macrista”, etc) poco tienen que ver con la sintonía fina de ciertas ambigüedades
políticas que hay que atravesar para ganar una elección ejecutiva en una
provincia idiosincráticamente feudalizada.
En este sentido, la Convención de Gualeguaychú tuvo algo
pírrico: la propuesta ideológica de Sanz fue pan para hoy (galvanizar un poco
la ecuación nacional muy subordinada a la coyunturalidad de Macri), y un
retroceso para el radicalismo territorial, que de pronto vio como se le venía
encima el yeite de la “polarización nacional”, alterando la lógica menos
binaria de las coaliciones territoriales y produciendo un impacto en las
elecciones.
Los datos son concretos: las coaliciones pluripartidistas
más consolidadas perdieron claramente en los enclaves peronistas (La Rioja,
Chaco y Tucumán) con gobernadores bastante desgastados, donde la “polarización”
importada del Comité Nacional ahuyentó al elemento “peronista” que es necesario
capitalizar para ganar la elección.
Es decir: el radicalismo territorial
consolidó y mantuvo los votos de la “polarización débil” de 2013, pero le faltó
mucho para ganar las gobernaciones que aportan el poder político crucial que la
UCR necesita para volver a ser un partido de poder que reconstituya la
instancia bipartidista.
Es evidente que la alianza oficial de la UCR con Macri (un
candidato demasiado centrado en la cuestión del “antiperonismo”) desperfiló el
potencial del radicalismo territorial en las provincias “peronistas” del norte,
y puso en stand-by el futuro de las acumulaciones provinciales logradas: de un
escenario donde el radicalismo esperaba alzarse con cuatro o cinco
gobernadores, solo se va a llevar uno.
La elección de Tucumán reflejó estos problemas: Macri sacó
en las PASO la mitad de los votos que sacó Cano ayer, lo que demuestra que
Macri no tiene ascendiente sobre los votos tucumanos opositores (los divide por
mitades con Massa), por lo cual traerlo como parte de la polarización importada
a la contienda local no aporta votos cualitativos sobre la zona de disputa con el
efepeveísmo tucumano, y es contradictorio con la sangría de dirigentes
efepeveistas que Cano había logrado (¿alguien vio alguna foto de Macri con
Amaya y Alfaro?) como parte de su correcta ingeniería provincial.
Pese a la notoria exogeneidad de Macri en la campaña
tucumana, lo cierto es que Cano había logrado incorporar una sólida
representación peronista con Amaya-Alfaro que lo ponía en un rango de disputa
muy abierta con Manzur, ¿entonces, por qué no ganó?
En principio, y como la política no es aritmética, habría
que decir que Amaya-Alfaro son expansivos allí donde el propio Cano es “pro-cíclico”
y que entonces todos los males se concentraron fuera de ese territorio a los
fines de captar votos cualitativos sobre Manzur.
La otra razón es una intuición personal: que pese al
desgaste de gestión (una pérdida del 15% de los votos contra 2011), hay todavía
un voto inercial al oficialismo provincial que en un punto está definido por
las condiciones bajo las cuales Alperovich llegó al gobierno en 2003 y al
manejo formal del PJ en 2007.
Un empresario de origen radical que desde “fuera
de la política” llega al gobierno de la provincia con el respaldo de facto pero
sin la “cantata” del peronismo a cuestas y que en ese mismo tono ordena y
hegemoniza al PJ con una idea de renovación bastante practica y aceptable para
los tucumanos frente al “herminismo conceptual” de Miranda-Juri.
La dinámica Alperovich-Juri durante 2003-2007 es la misma
que la de Kirchner-Duhalde entre 2003-2005, al uso propio de la idiosincrasia política tucumana.
Por lo tanto,
José Jorge logra una impronta más expansiva para la representación peronista,
con una dosis de votos “no peronistas” incorporados de modo bastante permanente
al dispositivo PJ. Pienso que parte de esa inercia electoral, aunque amortizada,
sigue vigente, y que la candidatura de Cano (su figura “personal”) no ocupó esa
zona “predatoria” del catch all, perjudicado además por las urgencias externas
de Sanz-Macri.
El radicalismo territorial se encuentra en una encrucijada:
o toma el control nacional del partido, desplazando la óptica “ideologista” de
Sanz para paradójicamente pasteurizar al partido y “liberarlo” a las
estrategias provinciales “de gobierno”, o permanece tercerizado-frepasizado
eternamente, atrapado en la intransigencia restrictiva de un Macri.
Solo se trata de entender que para llegar a la tierra
prometida del bipartidismo, primero van a tener que cruzar el desierto detrás
de un “peronista” que pueda reordenar la correlación de fuerzas dentro del
sistema político argentino.