Los tribunales de familia son la esperanza de los pobres. La guitita de un depósito judicial que deriva de un alimentos, una guarda, o el que espera la sentencia de divorcio para gastar algún canuto en pesos en el nuevo rodado que lo haga subir un peldaño en la ascensión motomelista. La medida preliminar que hace que la cana lo pueda sacar al tipo de la casa para que la mina y la hija puedan volver a ocho días de la cagada a palo y la posterior amenaza de suicidio, la secuencia habitual del melodrama periférico (“nunca agarrés una violencia, es un quilombo y no te pagan, todo pérdida”), los que van a tramitar erradamente la AUH, la abuela política que necesita que salga la tutela porque el pibe juega al fútbol en inferiores y lo tiene que autorizar a viajar al interior en la perspectiva soñada de la salvación. Los tribunales de familia son (también) el primer mostrador del Estado.
Los tres niveles de la Administración tienen concepciones y acercamientos diferentes sobre la “democratización y acceso a la justicia”, un tema que se puso de moda en los últimos meses menos por satisfacer urgencias operativas que por las derivaciones de una agenda nacional que superponía los coletazos judiciales del litigio con Clarín con la necesidad de sostener poder a través de un formato electoral que unificara al país como distrito. De ahí salió una reforma judicial más englobada en la idea de corporación que en la facilitación del acceso a los estrados del juzgado.
Carecer de jurisdicción no obstaba al PEN a desarrollar políticas para mejorar el acceso a la justicia por la vía de convenios con la provincia y los municipios. Puntualmente y desde 2009 el gobierno nacional vino instalando los Centros de Acceso a la Justicia (CAJ) en el territorio nacional (van 50) con la misma modalidad unilateral y compartimentada de los CIC que lanzó Desarrollo Social. Los CAJ brindan asesoramiento jurídico gratuito, pero básicamente son un centro de tramitación de las políticas públicas nacionales (AUH, SUBE, DNI, TV digital) que no están pensados para tener una vinculación operativa con el servicio de justicia y el acceso a los tribunales. La política de los CAJ no está articulada con la justicia bonaerense, ni se inserta en la política de descentralización judicial que lenta y contradictoriamente viene intentando la PBA desde hace una década. A base de convenios y financiamiento, el gobierno nacional podría haber colaborado con un plan acelerado de descentralización judicial (así como planificación federal avanzó junto a intendentes en la obra pública) que facilitara el acceso a la justicia en los fueros conflictivos (familia-menores-responsabilidad juvenil-penal) que están en la primera línea de demandas de los sectores más pobres del GBA.
En 2004 la gobernación Solá arrancó con la descentralización de unidades de gestión penal (fiscalías y defensorías) para simplificar y acelerar el proceso y facilitar el acceso a la denuncia a sectores sociales que representan el 90% del patrocinio oficial en el sistema judicial bonaerense. Además, el emplazamiento de fiscalías en los municipios permitió censar los casos y armar un mapa del delito que pudiese servir como dato duro para innovar en las políticas de seguridad pública. Existe un consenso entre los intendentes: la descentralización puso al fiscal a tiro del reclamo, gana en la disputa de confianza social frente a la policía (denuncia), y participa de la responsabilidad política que transmite el intendente. Los resultados positivos hicieron que Scioli continuara la distribución territorial de unidades de instrucción. Sin embargo, el ritmo se hizo más lento y fue ahí cuando algunos intendentes, frente a la demanda social, se pusieron al hombro los convenios ya firmados con la Procuración General provincial y empezaron a participar del financiamiento y a brindar el espacio físico para reacelerar lo que desde la Provincia se ralentaba. Los intendentes ya tenían experiencia en el tema: el reclamo por inseguridad los había involucrado en la compra de patrulleros, pago de combustible, horas extras y servicios adicionales como complemento de las obligaciones que dejaba de afrontar la gobernación. Era la alborada del bonustrackeo. Sucede que, en el mejor de los casos, los vecinos tienen al gobernador a 40 kilómetros, y al intendente a 40 cuadras.
En 2006, Felipe Solá sacó la ley 13634 que dictaba la reforma y descentralización de la justicia de familia y el fuero de responsabilidad juvenil, buscando los mismos objetivos que se alcanzaron con la justicia penal de instrucción. La ley fijaba una etapa de descentralización a cumplirse en un año desde fines del 2007, pero Scioli suspendió los plazos y no avanzó en la creación de los nuevos juzgados unipersonales de familia descentralizados. Scioli tampoco impulsó una segunda etapa de descentralización de las unidades de gestión penal que surgía como lógica, y que hoy está en el programa político de la liga de intendentes que comanda Massa: la creación de Juzgados de Garantías en los municipios (para acelerar la sustanciación del proceso y la investigación de delitos) y de fiscalías especializadas (violencia de genero y familiar, drogas).
Este cuadro de situación deficitario (que no sintoniza con el reclamo de amplias franjas del electorado bonaerense, ni con el tramo discursivo en que los políticos declaman querer democratizar el acceso a la justicia) es el que parece querer traducir en propuesta política el FR en la legislatura bonaerense.
La liga de intendentes revisita y actualiza el “gobernar es poblar” al cambio que surge de la desmesura demográfica de sus territorios. De alguna manera, la gestión produce política. Y dicen: el funcionamiento de las instituciones estatales está pensado para una ciudad (con)urbana que no existe más. Los intendentes piden que se pase del formato de cabeceras judiciales departamentales (pensado cuando los municipios eran menos poblados que las provincias) que hoy paraliza y hacina al servicio de justicia penal y de familia, a la conformación de polos judiciales por municipio que centralicen en el distrito la competencia territorial, la sustanciación completa y acelerada del proceso, permitan acercar el servicio de justicia al barrio, y le faciliten al intendente controlar la función policial.
La reforma judicial proyectada por el PEN que se mancó en el control de constitucionalidad no preveía programas de financiamiento con municipios para un avance integral en la descentralización de los órganos judiciales provinciales; hace unas semanas Cristina pareció ambiguamente pronunciarse a favor de esta política (aunque hasta ahora sin consecuencias prácticas) justamente mientras inauguraba un centro de monitoreo de seguridad en el GBA sur hecho a imagen y semejanza del COT que Massa implementó hace algunos años en su distrito, y que todos los intendentes vienen tomando como política de seguridad para sus propios municipios. Lo cierto es que ni los CAJ ni la reforma frustrada tienen que ver con un mejor acceso a la justicia allí donde ésta produce una situación conflictiva y de desprotección frente a la sociedad. Y Scioli tampoco parece tener una política clara y vigorosa que amplíe el proceso de descentralización: en este rubro el gobernador también prefiere flotar y ver qué pasa.
La liga de intendentes piensa la política judicial desde el lugar de los hechos. Para la clase de políticos que está fuera del mercado de la gobernabilidad y que por lo tanto no está obligada a fidelizar con el electorado, estas propuestas empiristas podrían ser el síntoma de otro paso en la decadencia del sistema político. No es así, pero en cualquier caso esa no es una discusión que le interese mucho a la sociedad ni a los gobernantes consustanciados con la producción de representaciones. Y está claro que frente al funcionamiento de la justicia hay miradas políticas diferentes entre Cristina, Scioli y Massa.
La nación privilegió una mirada abstracta de la justicia como “corporación” y ni ese abordaje ni la creación de los CAJ tuvieron resultados prácticos sobre la situación del acceso a la justicia. La provincia frenó la descentralización. Y los intendentes consideran que la lógica de una reforma empieza por el acercamiento operativo a los sectores que tienen más complicado el acceso regular a la denuncia, ya sea por razones materiales, económicas o por desconfianza hacia la institución policial. De alguna manera, la gestión produce política.