Me dijeron que, si hacemos una retrospectiva de los
discursos de Cristina desde 2007 hasta acá,
salta que “movilidad social ascendente” se redujo en la constelación
oral presidencial. Pero como a los que votan no les interesa el lenguaje, no
perdí el tiempo en chequearlo. Lo que sí noté es que cuando Cristina fue a
hablar a la asamblea legislativa, habló menos de su año de gestión
macroeconómica que de los datos que están en el bronce de los años dorados (y
lejanos) de la pax kirchnerista.
Entre las fraguas del poder que soldaron al Partido del
Orden está el control de la economía. Menem y Kirchner, de distintas formas,
controlaron la economía. Controlar la economía significa establecer un período
más o menos largo de estabilidad económica. Básicamente esto es lo que la gente
vota: tener una economía tranquila y que no le rompan las pelotas.
Si los atenuantes que tuvieron esas dos hegemonías
económicas en sus fallas eran haberse construido como salida de una crisis terminal
(1989 y 2001), el período presidencial que se inicia en 2011, y que coincide
con el final operativo macroeconómico de lo que tejieron Duhalde-Lavagna-Kirchner
en 2002-2003, no parte (por suerte) desde un desfonde económico ni de una
crisis. Tampoco hay una crisis política ni inestabilidad en el sistema de
partidos. El gobierno mantiene una alianza táctica y más bien formal con los
grupos industriales (la internita UIA-Madanes) que monopolizan ese sector de la
actividad que parece basada más en “sostener” lo sostenible que en armar
políticas hacia adelante, y con los otros sectores de la economía se aplica un
piloto automático cuyo trazo grueso es cubrir con el dólar sojero la brecha
energética, y que en el trazo fino debiera encontrar las políticas
macroeconómicas que permitan definir que otro dólar (además del agrícola) puede
entrar a la economía argentina. Así como no hay una relación tensa con los
sectores económicos, la conflictividad social no espiraliza su espuma a pesar
del deterioro del poder adquisitivo y del crecimiento del % de empleo en negro
dentro del mercado laboral. El gobierno no tiene “amenazas fácticas” que
obstruyan su capacidad de decidir políticas macroeconómicas.
A pesar de este escenario manso, se percibe que socialmente
hay una incipiente preocupación sobre el control de la economía, ese mandato
madre que le entrega la sociedad al Partido del Orden. Una incertidumbre que,
es justo decirlo, se percibe en la Argentina y no en el resto de los países de la
región. Todos los gobiernos latinoamericanos pasan ahora por el desafío de
“cómo seguir” una vez llenada la capacidad instalada y repartida la guita que
se podía repartir: es un camino que se puede transitar mejor con dólares y con
poca inflación. Quizás por eso la obsesión íntima de Lula (un tipo de quien no
se puede decir que no quiera repartirla) con la inflación, yo quiero que me
expliquen por qué el presidente obrero distribuía la guita recién después de
que la macro le metía un cepo a la inflación. Quizás porque todos sabemos
(todos, desde el 2003) que había que transitar esta parte inhóspita del camino con ciertas provisiones, porque la
responsabilidad política siempre recae sobre el que gobierna y quiere seguir gobernando.
El fin del crecimiento tasachinista que llenó la capacidad
instalada realmente existente (la que dejó Menem) preanunciaba la pregunta por
ese nuevo ciclo de relaciones entre el Estado y
una economía de crecimiento moderado. ¿Cómo se desarrolla el “control de
la economía” en esta etapa? La asignatura pendiente del Partido del Orden:
meter movilidad social ascendente en una economía que crezca al 3, al 4, al 5 o
al 6%. Porque los que votan lo hacen hacia adelante, sabiendo que no estamos en
una crisis terminal y que no hay atenuantes para tolerar la corrosión
inflacionaria. El electorado pide que la estabilidad económica expanda su
calidad, y el Estado debe adaptar su macro (es decir, el conocimiento que tiene
del mercado) a esas necesidades.
La política macroeconómica cristinista es básicamente
defensivista, y el resultado concreto (que permea detrás del “problema del dólar”)
es una caída bastante acelerada del valor del peso en el marco de la economía
real. Esa desvalorización de la moneda nacional por un aumento poco
discriminado de la presión fiscal y el goteo devaluatorio es un dato duro que
choca contra la discursividad docente de los economistas cristinistas que piden
una “cultura del peso”; durante los años de NK la gente se fue al peso sin
drama y sin docencia gubernamental. Esa “cultura” se forja con macroeconomía,
no con libros.
El gobierno tiene también una mirada un poco conceptualista
de la economía, y de la relación del Estado con ella: la intervención estatal se
mide menos por la influencia que por la presencia física o de volumen en el
terreno económico. La linealidad bucólica de un Feletti que te dice que la
inversión privada está garantizada porque tenés un representante del Estado
sentado en cada directorio.
Pero el rol del Estado y su poder de fuego en esta etapa no
está dado por la cantidad de empresas que estatiza, por la cantidad de Repro
que distribuye o por volver a ser el campeón del capitalismo asistido, sino por
cuánto impone e incide a través del control de sus variables macroeconómicas.
Cuánto conoce de si mismo y del mercado. Todo lo otro viene después, porque se
necesitan dólares. Como diría James Carville: es el control de la economía, estúpido.