sábado, 7 de marzo de 2009

Sobre la Lealtad


Yo no voy a decir que quién no tuvo una militancia política no puede hablar de ella, porque sería injusto con quiénes a pesar de no haber militado, tienen una sagaz comprensión de sus intersticios, paradojas o realidades.

Pero sí hay valores supremos del ejercicio cotidiano de la política en sus distintas capas (segundas líneas, referentes barriales, militantes lisos y llanos) que no pueden entenderse en su completa magnitud si no se vivencia, ya sea de manera directa u oblicua, la experiencia militante territorial.

Y hago la aclaración “territorial”, porque algunos creen que la militancia universitaria es política: en todo caso es un simulacro de militancia para niños bien que gustan hacer de la rebeldía y la combatividad una impostada experiencia de juventud para contar a sus nietos. O para curtirse en la mera repartija de cargos burocráticos en extensiones universitarias. Recordemos que ningún pobre llega ya a la universidad.

En un reciente post, Abel sostiene en un breve párrafo, hablando del peronismo: “…. es también una fuerza política que, en competencia con otras, lucha por alcanzar o retener el poder, defiende - al menos en principio - los intereses de los sectores sociales que se expresan a través suyo y - casi siempre (lean a Weber) - los de sus dirigentes y militantes.”

Defender los intereses de sus dirigentes y militantes, esa es la cuestión. El dato crucial que hace posible la supervivencia de una estructura política más allá de los obstáculos o barquinazos que vayan deparando las circunstancias.

Se trata de la lealtad de la militancia, del lazo indestructible en el que se auto-reconocen dirigentes y militantes como parte de un colectivo político. El quebrantamiento de la lealtad intramilitante supone una debilitación de la estructura y la acción política, y por lo tanto debilita el poder.

En la militancia me ha tocado ver como accionan distintos partidos políticos. Y pude reconocer gestualidades típicas que son las que establecen las diferencias. He conocido radicales, peronistas, socialistas, progresistas y comunistas de toda estirpe y extracción.

He asistido a numerosas agachadas y “colgadas del pincel” entre dirigentes y militantes. Pero ha sido en las dirigencias y militancias peronistas donde hace muchos años detecté un respeto genuino por los códigos de la lealtad. Obviamente, hay excepciones.

Sin embargo, en comparación con el resto de las fuerzas políticas, las diferencias son cualitativas. En el peronismo, la lealtad es un valor imperativo, y hasta algún dirigente medio tránsfuga está obligado a cumplir con la militancia, a costa de “quemarse” si no lo hace.

No sucede lo mismo con el no peronismo. En ese campo, el forreo de los militantes, el maltrato, el abandono después de “los servicios prestados” sin la contraprestación prometida, es moneda corriente. Todavía oigo las quejas de valiosos militantes que dieron servicios al radicalismo y al frepasismo.

En estos espacios, se privilegia la salvación personal del dirigente que cuida su quintita, su rosca o su padrinazgo, y que en la incorporación de nuevos militantes ve una competencia y una amenaza a la “posición ganada”. Esa es la razón de sus carencias militantes y organizativas. No hay un espíritu de lealtad que cohesione, no hay un sentido de pertenencia común: la militancia es una molestia, un lastre, una contingencia.

En el peronismo se comprende que el laburo militante es fundamental, y hay que recompensarlo. Y quiénes mejor lo entienden son los habitualmente denostados como impresentables. Quién mejor lo entiende es el puntero, la manzanera, el concejal que vive en el barrio (muchos se mudan cuando son electos).

Y las dirigencias más encumbradas, en última instancia, también lo entienden. Salir a pintar paredes, “mover” para una interna, cubrir la cantidad de fiscales para una elección, tener presencia territorial y una burocracia administrativa para hacer funcionar una Intendencia constituyen necesidades que hacen de la militancia un dispositivo insustituible. El peronismo siempre comprendió esto. El radicalismo lo comprendió hasta cierto tiempo en el que decidió prescindir “del lastre”.

El concejal radical se dedica exclusivamente a la actividad legislativa; el concejal peronista hace del cargo una base para expandir su poder político territorial, ejerce su representación para desactivar conflictos y solucionar problemas en el barrio, usa la “chapa” para gestionar en yunta con el Ejecutivo (conseguir medicamentos, planes, obras de infraestructura para el barrio, etc). Hace política.

Para eso hay que tener militancia que labure. Y el laburo se paga. Algunos puristas comenzarán a fruncir el ceño. La lealtad no es devoción ideológica gratuita. El militante no labura a cambio de nada. Esas son fantasías de los inocuos que prometen la revolución.

La lealtad se consolida a partir de valores, identidades y contraprestaciones justas que hacen posible que el entramado funcione. Si vos laburaste y te pagaron, vas a respetar al dirigente y construir una confianza. Si el dirigente reconoce el laburo hecho y lo recompensa, se garantizará una fidelidad crucial en momentos difíciles.

Una ex concejal, hoy diputada nacional tiene la estima más alta en los militantes que trabajaron con ella: gente muy humilde, muy laburadora, muy dispuesta a ayudar, la mayoría mujeres, expertas solucionadoras de problemas. La concejal les gestionó la planta permanente porque no tenían trabajo, y a muchas de ellas les facilitó el acceso a la vivienda propia, que no tenían.

Es un ejemplo entre miles que puedo dar. Dar mejores condiciones de vida a la militancia (que no es lo mismo que “el círculo íntimo”) es parte de esa defensa de intereses. El militante que vive mejor labura mejor, y así se construye la confianza, y la lealtad. No sólo de coincidencias ideológicas viven el hombre y la mujer.