El problema de la posmodernidad para los partidos nacionales
empieza a tener discusión interna en los ´80. En Argentina, el debate
partidario de la renovación peronista es en el fondo (y en su más cabal
operatividad) la reconfiguración de la relación partido-representación para construir
un perfil de liderazgo: el liderazgo define al partido.
En México, las cosas son distintas. El PRI es un partido
nacional que forja su estabilidad hegemónica en la fidelidad operativa hacia el
más ínfimo pliegue de la burocracia del estado. Si el partido “en funciones”
interpreta con eficacia ese ritual burocrático tal como lo espera el votante,
el liderazgo no es necesario como eje de la estabilidad del partido. Sin
embargo, para el PRI ese esquema se resiente a fines de los ´70.
Se podría decir que con la cantata de la Revolución no
alcanzaba, ese patrimonio político de la herencia natural ya no cohesionaba
“por afuera” del dispositivo del partido del orden y va limando la legitimidad política del
partido durante los ´80, aun cuando el piso de representación básica todavía
funciona pero no oculta su tendencia declinatoria.
En 1988 suceden dos cosas: el PRI sufre una escisión “por
izquierda” que da lugar al PRD, y Luis Donaldo Colosio asume la presidencia del
PRI. Consciente del problema, Colosio lanza la renovación: el PRI tiene que
modernizarse, ampliar sus franjas históricas de representación, dotarse de un
liderazgo que “dinamice” la estructura partidaria. Se instauran mecanismos
directos de elección interna, se fogonea la pluralidad de candidaturas
subnacionales para atenuar el lobby corporativo que presionaba y acotaba los
límites de representación del PRI.
Los efectos de estas medidas son concretos: el PRI obtiene
resultados estaduales y federales por encima de la media histórica en los años
subsiguientes y Colosio pasa del partido a la gestión (política y praxis) en
1992 para “contrapesar” a Salinas de Gortari dentro del gobierno, y desde el
ministerio de Acción Social arma programas sociales de alto alcance que hoy
siguen vigentes dentro del profuso asistencialismo mexicano.
El trayecto mismo de Colosio refleja hasta qué punto había
sido un error mantener en órbitas distantes al partido y al presidente del
gobierno (en Argentina, ese error es el que hunde la representatividad de la
UCR en los ´80) y en qué medida el liderazgo necesitaba de esa confluencia para
existir: Colosio fue el primer candidato presidencial del PRI que generó, a
partir de ese vínculo personal entre política y gestión, su propio liderazgo
“por encima” de lo que podía ofrecer la mera institucionalidad partidaria. Es
evidente que su asesinato en la víspera electoral de 1994 frustra todo el
proceso modernizador del PRI y anticipa la salida del 2000.
La vuelta del PRI con Peña Nieto en 2012 parece responder a
algunas de aquellas certezas frustradas: consciente de que ya no es un partido
hegemónico, el PRI trabaja para apuntalar a la figura presidencial y no para sí
mismo. Eso le ha permitido, en principio, retornar al poder y renovar la
dirigencia. Pero un tramo sustancial de la actualización doctrinaria colosiana
está pendiente.
Un activo histórico del PRI fue (además de resolver la
sucesión) generar, financieramente, un ámbito intelectual autónomo (periodismo,
universidades, editoriales) de jerarquía académica para las representaciones de
izquierda cultural del país.
De esta manera el PRI evitaba incorporar a su alianza
política sectores sociales que tarde o temprano se reñirían con la filosofía
del partido nacional de masas (que no acepta la dimensión cultural de la
política como eje de la acción política) y resentirían las bases de su
hegemonía.
Pero entrados los ´80 parecía peligroso confiarse únicamente
a la fidelidad de la operatividad burocrática y al mito revolucionario como herramientas
exclusivas de la representación: la ecuación clasista ya no explicaba
enteramente el comportamiento del votante y el PRI pagaba un costo alto para no
tener la batalla cultural “adentro”: clase media, asalariados formales,
docentes, y sindicatos cuello blanco
estatales eran expulsados voluntariamente del mapeo electoral.
El PRI actual corrigió parte de este déficit, pero persiste
aquella división histórica con la militancia estudiantil a niveles de
“populismo” y “fubismo” que no representan ya, ni en un caso ni en el otro,
sentires mayoritarios en la sociedad mexicana.
En ese sentido, el desafío de Peña Nieto pasa por dotar de
contenido específico a ese liderazgo necesario que reclamaba Colosio como
indispensable. Las ejecuciones extrajudiciales y la desaparición de los 43
estudiantes de Ayotzinapa se inscriben en una serie de hechos preexistentes a
la gestión Peña Nieto, pero el impacto social que han tenido no puede atenuar
la responsabilidad política presidencial. La intervención federal, que fue
efectiva para reducir el brote de violencia narco en Michoacán, se demoró en
Guerrero e Iguala, y Peña Nieto bajó tarde al territorio.
La crisis puede ser la oportunidad para que Peña Nieto salte
el cerco “institucional” del PRI y construya política por afuera.
El Pacto por
México funcionó bien: por ahí fluyeron la reforma educativa, la de Pemex, la
ley de telecomunicaciones que obligó a Carlos Slim a desinvertir (sin batalla
cultural de por medio), y se aprobaron el seguro de desempleo y la pensión
universal para mayores de 65 años. La que quedó trabada fue la reforma
impositiva para generalizar los gravámenes al consumo, una medida necesaria más
allá de su regresividad si entendemos que México es el país con menos presión
fiscal de América Latina en impuestos indirectos.
La iniciativa política del PRI en el Pacto por México (PPM)
le permitió aliviar la falta de mayoría legislativa en esta era no-hegemónica,
y desnudó las falencias de la oposición: el PAN lógicamente dañado por los doce
años de desgaste federal, pero el dato político es la gran crisis de la
izquierda mexicana.
López Obrador abandonó el PRD luego de las elecciones y
fundó su nueva pyme electoral MO.RE.NA. para dividir aún más el voto
centroizquierdista. Cuauhtémoc Cárdenas acaba de renunciar al partido y lo dejó
en control de Los Chuchos, que bancan el PPM pero integran una casta dirigente
de tono acuerdista sin figuras atractivas desde lo electoral. Y la vinculación
directa de dirigentes del PRD en el caso de los estudiantes desaparecidos (el
intendente de Iguala y el gobernador de Guerrero) da cuenta de que la violencia
narco afecta a toda la clase política.
La cuantificación del costo político que terminará por
alcanzar a Peña Nieto se reflejará parcialmente en las elecciones estaduales y
legislativas de 2015. La tendencia parece ir menos hacia un voto castigo al PRI
que a un aumento del abstencionismo, lo cual documenta que la asignatura
pendiente del liderazgo es una oportunidad latente que Peña Nieto tiene al
alcance de la mano, pero que todavía no aprovechó.