La discusión del “modelo” para la nueva etapa económica está
llena de gramática oxidada. Volvió la política, y con ella la solemnidad
bajapija de los teleprompters mentales que brotan de las voces audiovisuales de
los militantes del Evita. Como los que en la escuela pasan al frente y narran
la lección de memoria, las defensas discursivas del cristinismo no se permiten
transbordar al nuevo suelo del neorrealismo social: y la gestión lo hace con el
delay que revela esa necesidad de
ajustar la toma de decisiones a una conceptualización global previa. Esta
tendencia no supone una disminución del pragmatismo para gobernar, pero sí una
pérdida de intuición política.
En el acto de Vélez que juntó a toda la izquierda
kirchnerista, Cristina dijo: unidos y organizados. Y esa consigna también galopó
como concepto, como autopalmada en el hombro, pero sin aspereza operativa:
¿unidos con quién? ¿organizados cómo?
Es evidente que el actual liderazgo ensaya una reformulación
de sus alianzas políticas de sustentación que también intenta basarse en una
conceptualización política que se inició con el fin de la pax kirchnerista en
marzo de 2008, se cristaliza en el 2009 y se intensifica con la conducción supérstite
de Cristina. Detrás de la nominalidad electoral, la política hay que trabajarla
en los bastidores, con la territorialidad intuitiva del político que atrapa la
melodía del sentido común y con eso hace
algo: algo que resguarda las reparaciones sociales del pasado reciente con
una narración del futuro. Y con acciones para el futuro, claro. En el peronismo
ese rastreo germinativo (enlazado siempre al poder, pero también al camino
menos sinuoso hacia la estabilidad económica y al amortiguamiento de la
conflictividad social) está en constante escaneo, buscando las/sus
representaciones para ese consenso complejo que siempre está viniendo. Hay una frase que siempre escucho de los políticos
peronistas en actividad (los de la generación de Néstor, que como él, siguieron en esto y no se retiraron, no
se fueron a escribir libros): el pasado para los historiadores, el futuro y el
presente para los políticos. El norte del poder es la representación, por eso
en el peronismo siempre “entraban todos”, y eso desde el arranque, desde que
Eva Perón le prorrateaba confesiones a Hernán Benítez y a Virgilio Filippo.
Gobernar el angostamiento distributivo es la tarea ingrata de subir heridos a
la ambulancia: los asalariados encubiertos de la categoría b del monotributo lesionados
por el 35% de aumento mientras no se liberan los subsidios a tarifas de gas y
luz que valen menos que una grande de muzzarella, los que viajan en el
transporte público desinvertido, los obreros aristócratas que tienen el sueldo
reducido y la jornada parada, los jubilados que se paran a hablar en la calle del
monto de las jubilaciones. Ahí están los yacimientos de la representación hacia
la cual el político va en busca, porque el
pasado ya fue votado. ¿Las alianzas políticas del gobierno acompañan el
rumbo de la representación que va viniendo? Es decir: Moyano cometió errores
políticos, pero no comete errores sindicales. Tampoco pueden festejarse la
existencia de caceroleos (por más residuales que sean) ni reeditarse el
conflicto con el agro, porque la industria acumula déficit y hay menos dólares
para financiarla. Por todas esas grietas gotea y se filtra alguna clase de
sentido común a tomar y representar por el propio partido del orden: como dice
ABBA, el ganador toma todo, construye el discurso sin destruir nada, desde la AUH a la
IED. La democracia posmoderna argentina es
una tregua: a los radicales y peronistas que gobernaron el país desde 1983. Un
poco lo que dijo Pichetto en el discurso de recuperación accionaria estatal
mayoritaria de YPF, casi como contracara del discurso historicista y
unidireccional de Rossi en la otra cámara.
En esta visión conceptualizadora de la política (y no por
ello menos decisionista) que no traspasa el umbral del “dialecto kirchnerista”,
el 54% de los votos que sacó Cristina, está, hoy, subrepresentado.