sábado, 23 de enero de 2010

Para Todos Aquellos que Saben lo que es el Rock


La espera se amenizó con un filoso “borom bón bón, borom bón bón, el que no salta es un stone”. Niños con remeras de Kill´em All, tullidos en silla de ruedas conducidas por jugosas adolescentes vestidas de negro, como la novia asesina de Truffaut (que Tarantino supo copiar), metaleros curtidos en mil batallas oriundos de los sepulcrales Claypole, Loma Verde y Catán paseaban su mansedumbre aguardando que el cántaro se quebrase con la distorsión emanada del primer riff de la guitarra de Hetfield.

Era todavía de día, y la siesta a la que nos sometían los teloneros argentinos nos hizo reflexionar por infinita ocasión acerca de los cada vez más profundos abismos de calidad musical que separan al decadente y cuadradito rock nacional de las bandas extranjeras. Quiénes hayan visto en vivo a Faith No More, Franz Ferdinand, los Artic Monkeys, Depeche Mode o AC/DC sabrán a lo que me refiero.

Cuando la noche es larga y la impaciencia se acoraza sobre la multitud, las pantallas se encienden para escuchar la fanfarria machacante de Morricone y ver la corrida desenfrenada de Eli Wallach por el cementerio creado por Sergio Leone (al que Tarantino le copió todo). Arranque infernal con Creeping Death que se anuda a Ride the Lightning para confirmar que la banda está ajustada, con ganas de tocar, y que el sonido es demoledor. Somos testigos también de que con Bob Trujillo en el bajo, Metallica gana solidez, calidad y variaciones en la pared de sonido que construye con Lars Ulrich para respaldar a las violas. Jason Newsted era pura garra y carisma, pero los dedos de Trujillo vuelan sobre las cuerdas y moldean el instrumento a cada paso, y lo ponen más cerca del recuerdo de Cliff Burton.

Con Fuel se precipita un mayor descontrol juvenil, se trata de un roquito duro de los pocos que se salvó de las etapas de Load (1996) y Reload (1997) que amerita acelerar la transpiración en los saltos acompasados de la masa. El bombo de la batería de Ulrich desacomoda las vísceras y las violas de Hammett y Hetfield apoyadas en el rítmico machaque del doble bombo nos hacen sentir en la más completa vibración corporal de qué se trata aquello que llaman rock pesado.

Más allá de odiosos ghettos musicales, Metallica ha dejado un surco irreversible en el rock al establecer una particular forma de concebir que tipo de rock duro hacer (o dicho más groseramente, cómo sonar más pesado dentro de los pesados y a la vez proponer una calidad compositiva superior al resto) sin estancarse en la serialidad trash de Ántrax, Slayer o Sepultura. En ese sentido, no es menor rastrear las escuchas discográficas originarias de los Metallica, que abrevaron en las aguas de cierto tipo de punk (Last Caress y So What? son ejemplos a mano) sin dejar de declarar su filiación clásica anclada en Deep Purple, Black Sabbath y luego Mercyful Fate, entre otros yacimientos del hardrock. Del rock a secas.

Lo que es Metallica hoy: una banda de rock a secas, que debe ser tolerada por elites musicales tipo Coldplay, y que después de tener que compartir escena con los noisy boys en el programa de Jools Holland, flashean.

La seguidilla de temas de Death Magnetic da el bálsamo del respiro. Canciones de siete minutos con extensos pasajes instrumentales y violentas variaciones rítmicas (la marca de King Diamond) que permiten apreciar la ductilidad de la banda y recuperar el aliento. Sad But True reaviva el fuego, pero antes estuvieron Fade to Black y One, con el austero y melodioso complemento de las dos violas. Estas tres canciones, junto con la colosal versión de Nothing Else Matters, fueron sensiblemente superiores a las escuchadas en 1993 (la entrada a $ 30, Menem lo hizo): Metallica cosechó aplomo y millaje sin resignar potencia. A lo sumo, si tienen que tocar en televisión bajan un poquito la distorsión e ingresan en el mundo de la civilidad musical.

Un playlist, el de ayer, hecho a la medida del conocedor longevo de la banda, con menos hits de los esperados pero más canciones insignia asociadas a la estructura profunda de lo que Metallica construyó en el acaudalado archipiélago del rock: así lo aseveran esos dolores de ojete (y de cabeza para los imprevistos), esos dos estiletes de sonido amoral que son Battery y Fight Fire with Fire. ¿Quieren algo más rápido” tiró un locuaz Hetfield antes de entregar quizás los dos temas más asfixiantemente pesados que Metallica puede ostentar, con un Kirk Hammett austero y exquisito que se subordina a los intereses del grupo, pero que cuando tiene que pelar el solo de viola, lo hace como los dioses, y en estos dos temas, más. Canciones que la pendejada más neófita y entusiasta que inundó River desconocía: hubo vida antes del albúm negro.

El clímax fue Master of Puppets con ese puente melódico que tejen las violas de Hetfield y hammett, esa cadencia de guitarras de punteo gemelo que coreó todo el estadio. Quizás sean, los ocho minutos y pico de Master… (esas varias canciones dentro de una canción) el compendio de todo lo que musicalmente fue, es y será Metallica. Enter Sandman nos obligó a aguantar los trapos para no ser devorados por las fauces volcánicas del mosh. Stone Cold Crazy ya es de Metallica más que de Queen y el cierre con Seek and Destroy, la coda inexorable para un concierto letal.

Pequeñas bajas: el volumen de la guitarra de Hammett pedía estar más adelante y faltó una tríada indispensable (que sí estuvo en la gema de 1993): Welcome Home (sanitarium), Whiplash y Wherever I May Roam no pueden ausentarse nunca.

Los cursillistas del vinilo suelen decir que el rock murió en 1974. Aunque conceptualmente lo compartamos (a eso se refiere esa gran película que es School of Rock, que termina con los pibitos zapando It's a Long Way to the Top), Metallica ayer y AC/DC hace un mes y monedas nos invitan a creer en severas excepciones de hierro. Es sólo rock, pero nos gusta.